Ángela Vallvey

Corporativismo y razón

Hablamos de «corporativismo» –casi siempre de forma precavida, acusadora– cuando vemos a los miembros de un grupo profesional (normalmente perteneciente a las élites económicas y laborales) cerrar filas en la defensa de alguno de sus miembros, encubriendo así la incompetencia, la ignorancia, el terrible error o las punibles torpezas de tal individuo, por lo general un ilustre ignaro, tonto a jornada completa, que ejerce su profesión de manera mostrenca hasta el día en que, con sus lerdas prácticas, se lleva por delante la salud o la vida de algún infeliz. Verbigracia: un juez que dispusiera erróneamente –condenándolo– sobre la libertad o la seguridad de un inocente, favoreciendo injustamente incluso su muerte (a sabiendas, o por simple estulticia) y fuese defendido por su colegas. El corporativismo estaba presente, y era enaltecido, por el fascismo de Mussolini, por el falangismo español y por el gobierno de Vichy, entre otros horrores de la historia humana, aunque también participa en movimientos más modernos (el asociacionismo, el sindicalismo...). El cuerpo social no percibe con agrado el corporativismo porque su incentivo fundacional es la defensa de los intereses y beneficios de un sector profesional concreto, relegando al segundo lugar el bien común. El lobby corporativista se mueve siempre en la defensa del círculo cerrado al que protege, en el amparo de los profesionales que lo integran, despreciando el interés general y olvidando por completo la idea de reparación y justicia que debería primar siempre sobre cualquier otro argumento ideológico. Deontología por encima de ideología: ése debiera ser el objetivo. Sin embargo, el lobby corporativista sólo pretende asegurarse el monopolio en su cortijo profesional y la práctica de un poder sin competencias ni intrusos. En estos tiempos iconoclastas, al corporativismo también le ha llegado la hora de renovarse o desaparecer si queremos construir una sociedad más razonable, menos enferma.