Ángela Vallvey

Corrección

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La semana pasada escribí un artículo sobre la corrupción según los «fellatas» (pueblo nómada africano), explicado a través de un cuento del siglo XIX protagonizado por un sultán, un león y unos «funcionarios». No tengo nada contra los honrados y dignos funcionarios: los de carrera y oposición, tan imprescindibles y necesarios para el funcionamiento del país. Los defiendo siempre. Sin embargo, escribir ese artículo me ha reportado amargas críticas de funcionarios amigos y conocidos que lo han interpretado muy equivocada y textualmente y se han quejado de que los estaba «¡acusando de corruptos!». ¡Para nada! Seguramente, el error ha sido mío por contar fielmente el cuento, como lo narraban los «fellatas», y no cambiar «funcionario» por «visir», por precaución. Todo lo cual me ha servido para reflexionar sobre cómo hemos pasado de aquellos tiempos en los que se hacían horribles chistes sobre «gangosos», disminuidos físicos o mentales y «mariquitas» –llamados así «entonces», ojo, no es que yo los llame así ahora, ¡que nadie confunda mi intención, por favor!–, cuando la opinión pública era homófoba, o se reía cruelmente de las minusvalías haciéndolas objeto de bufonadas que luego hasta se vendían en las gasolineras en cintas de «cassette» grabadas por el graciosillo de turno..., cómo hemos pasado sin transición de aquello –tan feo y desalmado– a una cultura de lo políticamente correcto vigilante y delatora de la más mínima «incorrección», feroz depuradora del lenguaje, que bajo la consigna de censurar y subsanar las ofensas, promueve un puritanismo militante que hostiga sañudamente a quien no cumple con sus preceptos. Y cómo, entretanto, aumenta la práctica de la brutalidad verbal, el acoso, la intimidación y matonismo cibernéticos de quienes anónimamente persiguen a otros (del personaje público al vecino de enfrente)..., y los insultan, a ellos y sus familias, y los amenazan de muerte.