José Jiménez Lozano
Corte o cortijo
El asunto de enfrentar el campo a la ciudad ha sido un bastante repetido tema de entretenimiento literario, desde siglos atrás, aunque no digo yo que la mayor parte de las veces no fuera otra cosa que la enunciación del deseo de reposo del hombre urbano. «Desprecio de Corte y alabanza aldea» de fray Antonio de Guevara sería un ejemplo de esto, así como también la oda de Horacio que declara feliz a quien se aleja de los negocios mundanales, luego traducida por el Maestro Luis de León tan hermosamente como nos describe la estancia y el discurso en el campo en la finca salmantina de «La Flecha», cuando escribe «Los nombres de Cristo». Y podríamos evocar igualmente, la memorable carta de Maquiavelo a Vettori, en la que le explica su plácida vida entre los trabajos del huerto y la lectura, que le liberan de toda pesadumbre. Pero el caso es que estos señores, menos Maquiavelo, fueron totalmente incapaces de quedarse tranquilos en esas sus amadas arcadias, sencillamente porque ninguno de los dos primeros estaba hecho para el campo, sino para los distintos negocios del mundo.
Es decir, se encontraban en la situación de quienes se compran una casita o un chalé para los fines de semana, o la jubilación, y, al principio de ver realizado su maravilloso sueño, los primeros cuidados del jardín, comenzando por el corte de césped, les huele verdaderamente a Génesis, o a Edén, como la lectura les procura una paz monacal. Pero, si el tiempo de estancia se alarga allí un tanto, enseguida sienten las necesidad del periódico, la radio y la televisión, de hacer excursiones más o menos indiferenciadas, de hablar por teléfono, y de invitar a muchos amigos para comentar la actualidad política o de otra clase, que son cosas muy agradables, y que también a veces se hacen en el campo. Pero lo que probará ineluctablemente que, como Horacio y Fray Luis, estos caballeros no están hechos para la campiña, es que, súbitamente, un día comienzan a comprobar que en ese su entorno campestre existen multitud de hormigas, moscas y otros insectos o bichos aun peor intencionados, que les hacen pensar que están sufriendo las siete plagas de Egipto. Y algo más espantable ocurre, si llegan a escuchar un muy común saludo campesino, según el cual se detalla que se ha estado matando la tarde o hasta el día entero. Esto es, arrojando el tiempo por los bordes del día y de la noche; mandando al diablo ese tiempo que en la ciudad es oro, y que no es tan fácil de gastar ni dilapidar, si el ciudadano dispusiera de él alguna vez.
Este gasto del tiempo, además, puede rundir mucho, según se dice; y rara vez en el campo se tiene la impresión de que la noche sea como una osa negra que se precipita súbitamente, como afirmaba Horacio mismo. En el campo se gobierna el tiempo, estando mano sobre mano, o en una de esas tertulias de solana, en las que pronunciar tres o cuatro frases en dos horas indica que ha habido una discusión o debate muy ardorosos. Es decir de una elocuencia como la de Azorín, que, cuando fue diputado, ni abrió la boca; y, aunque las mujeres son más parleras y expresivas, también pueden comportarse como impenetrables Sibilas.
Así que esto de aldea o ciudad, o Corte o cortijo, es un asunto de talante y de percepción del tiempo, como se es diurno o noctívago, búho o alondra, tranquilo o inquieto, o como se da importancia a la política en la ciudad, y a la metereología en el campo, donde la política se considera una mera circunstancia metereológica, incluidos sus desastres. Tal es una filosofía que tiene siglos a la espalda, y afirma que cada cual viva donde pueda y quiera, y allí donde mejor aguante el tiempo, que es la más árdua empresa humana, y el no saber hacerlo a solas, en la propia estancia, la peor desgracia, si hacemos caso de Pascal.
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