Alfredo Semprún
Cuando el mundo despierte China temblará
Recordaba el geógrafo donostiarra Antón Uriarte, uno de esos escépticos del cambio climático que rebaten con datos científicos las manipulaciones catastrofistas, que España ya ha pagado más de 800 millones de euros por derechos de emisión de CO2, tal y como se firmó en el Protocolo de Kioto. El último pago, a primeros de octubre, fue de 40 millones de euros, que se embolsaron los polacos, gente lista que se hizo reconocer unos derechos de emisiones mayor de los que producía. El sobrante, nos lo endosan a precio de mercado. Estas cosas tan extrañas del hombre blanco le resbalan a los chinos, cuya visión del mundo se asienta sobre milenios de creerse los reyes del mambo. Luego, resulta que bastaron unas cañoneras para que el Imperio del Centro se derrumbara y tuviera que admitir la libertad del comercio de opio, bajeza anglosajona por la que todavía no han pedido suficiente perdón. Pero volvamos a lo nuestro: mientras los ecologetas demonizan el carbón, que, sin embargo, no deja de crecer en el mix energético mundial, China lo emplea a mansalva para la producción de electricidad, con la consiguiente ventaja competitiva. Detrás, hay más de 20.000 minas en activo, la inmensa mayoría privadas, que consiguen un mayor abaratamiento de la producción a base de despreciar olímpicamente las medidas de seguridad. El resultado es: carbón barato y centenares de mineros muertos cada año. Nada de esto sería posible sin la vista gorda de los funcionarios del Partido Comunista encargados de supervisar el sector. Son los mismos funcionarios que hacen caso omiso de los incumplimientos en materia de seguridad alimentaria o laboral. China, por supuesto, tiene firmados no menos de 100 tratados con 68 países sobre medidas contra la corrupción y los diversos tráficos ilegales. Por ejemplo, el de animales en peligro de extinción. Pero el resultado de tanta firma es que China es la meca del tráfico de animales y que la situación va a peor a medida que aumenta el poder adquisitivo de una pequeña parte de su población. Recuerdo, así a vuela pluma, que hace un par de años unos tipos se dejaron un barco a la deriva frente a las costas de Guangdonga. Le había fallado el motor, no tenía matrícula ni marcas de ninguna clase y transportaba 5.000 animales vivos con destino a los restaurantes de Cantón. Y no, no eran vacas: pangolines, lagartos y tortugas gigantes, todos ellos, especies en peligro de extinción. También encontraron dos docenas de garras de oso envueltas en papel de periódico. Lo sabe todo el mundo: el mercado chino provoca la caza furtiva de tigres, rinocerontes, elefantes, lechuzas -plato exquisito, al parecer- y matanzas inicuas de escualos, de los que sólo aprovechan la aleta dorsal. Mientras, en Occidente, las buenas gentes financian programas conservacionistas y pagan derechos de emisiones; las fábricas implantan costosos sistemas de seguridad; la industria agroalimentaria se atiene a estrictos protocolos fitosanitarios y el iva grava el producto final, por aquello de que tenemos que pagar sanidad universal, educación, pensiones y subsidios al desempleo. En China, ya les digo, todo esto son absurdos exotismos, como aquellos cañones del siglo XIX que empleaban la pólvora para disparar proyectiles, en lugar de adornar de artificio las noches de los mandarines.
Pero tarde o temprano, el mundo despertará y exigirá a los comunistas chinos, si es que antes no los ha devorado su propio pueblo, una estricta reciprocidad en las relaciones políticas y comerciales y el respeto a los tratados internacionales que, entre otras cosas, prohíben el trabajo infantil, las fábricas insalubres, las minas inseguras y el robo descarado de la propiedad intelectual. Es decir, todas esas cosas que te hacen producir barato. Serán medidas arancelarias, cierto, pero las disfrazaremos con hermosas palabras. En estos días, el Partido celebra congreso. En Occidente se habla, como siempre, de relevo generacional. Serán más jóvenes, pero son lo mismo.
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