Cristina López Schlichting

De diáconas y diconisas

La Razón
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Cualquier cristiano puede bautizar a un niño si es preciso, basta verter agua sobre su cabeza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Muchas enfermeras de neonatos lo hacen cuando hay peligro de muerte. Por otra parte, no hay que ser teólogo para saber que los ministros del matrimonio son los esposos, no el cura. Un hombre y una mujer que se dan el sí en una isla desierta están tan casados como los reyes que se unen en una catedral. Así que cifrar la supuesta liberación femenina en que las mujeres puedan casar o bautizar me parece un poco pobre. El sacerdocio es masculino porque Cristo es varón, sin más alharacas; del mismo modo que el cristiano modelo es una mujer, la Virgen, sin más alharacas. Pertenecer a la Iglesia no tiene más rango ni menor timbre que el bautismo. Por él somos salvados y amados, por él nos hacemos iguales en Jesús. Cualquier otra consideración de poder es mundana. El Papa no es un jefe, es el siervo de todos. Los curas y obispos, igual. Los fieles debemos servirnos unos a otros. La autoridad cristiana nace del amor, por eso una mujer como Chiara Lubich puede guiar una enorme comunidad de hombres y mujeres –incluidos sacerdotes– sin problemas. La obedecen y siguen porque ama más. Así de simple y hermoso. Pretender que las mujeres sean curas o diaconisas es introducir en la Iglesia las categorías mundanas de poder, como si celebrando misa las mujeres fuésemos a mandar o contar más. Por muy poderosa que sea una persona nada la libera de la muerte o la enfermedad, ni su poder ni sus riquezas le aumentan un centímetro la estatura moral cuando se arrodilla en un confesionario o cuando se pone en manos de una religiosa para recibir alivio. Mandar es un verbo que a Dios le da risa, y Francisco es un buen ejemplo. Hay quien tiene dudas sobre el papel de las diaconisas en la Iglesia antigua, investíguese, pero ningún orden da a nadie la autoridad en Cristo. Otra cosa es el machismo. Hay monjas hartas de él de la misma manera que muchas mujeres lo estamos, pero la solución no es que las chicas se ordenen sacerdotisas, la solución es la conversión al Único que nos libera de las categorías humanas que nos esclavizan. El clericalismo es un mal que el Papa denuncia, y la solución no es incorporar a la mujer al clericalismo, sino que los sacerdotes sean verdaderamente siervos. Y las mujeres, y los hombres, todos. Un día moriremos: ¿qué diremos entonces, ante Dios, «mira, que yo era cura, mira que yo era religiosa o diaconisa»? Qué tontos y pequeños somos los seres humanos. Que la mujer ocupe en la Iglesia el papel que le corresponde es cosa que Francisco reclama y que sería buena para todos, en la memoria de la Virgen. Pero que la mujer quiera ser hombre es hacer flaco favor a la identidad femenina.