Alfonso Ussía
De la vaca al caballo
Hace más de cuarenta años, cuando establecí mis sueños en los paisajes de La Montaña de Cantabria, abundaban las vaquerías de leche. Un prado sin vacas tenía algo de muerte verde. En el semanario «Sábado Gráfico» de Eugenio Suárez, publicó Antonio Gala un precioso artículo, «Castilla Arriba», que confirma la antigua visión del alma montañesa: «Cuando llego a la provincia de Santander, y me siento sobre la hierba mullida y jugosa de sus prados, siempre me asaltan dos temores: Que si respiro fuerte, me tragaré una vaca, y que si permanezco sentado más tiempo del recomendable, me crecerá la hierba a mí también». Las vacas surgían de improviso en el descenso del Puerto del Escudo, carretera de Burgos, o en Reinosa, camino de Palencia y Valladolid. También en la Palombera, puerta de Cabuérniga, si bien las vacas de la Palombera eran y son tudancas, muy queridas en estas tierras y más impertinentes que sus primas frisonas y limusinas. La vaca tudanca se considera intocable, y si alguna decide descansar en la mitad de la carretera, de nada sirven los gritos o los bocinazos. El coche tendrá que esperar a que la vaca decida que ha llegado el momento de incorporarse y dejar libre el camino. Son vacas fuertes, con una capa bellísima y expresión malhumorada. No tienen la tristeza de las vacas de leche en su mirada, tristeza que me definió un ganadero de Caviedes: «Todos los días les tocamos las tetas y nadie las besa después».
Poco a poco, las vacas pintas, las blanquinegras de los prados de La Montaña han cedido sus sitios y lugares a las limusinas de carne y a los caballos. Quedan vaquerías y praderas del paisaje de antes, pero menos frecuentes. Las limusinas no exigen la esclavitud del ganadero, y los caballos se venden mejor por el precio de su carne. Son prados habitados, pero alejados de la estética de antaño. Sólo he encontrado una mirada más triste que la de las vacas de leche. La que imploran piedad de las ovejas de Islandia. En el trayecto entre la capital, Reijkiawik, y el aeropuerto de Keflawik, que huele a vísceras de ballena, las ovejas islandesas miran con melancolía a los humanos que escapan de sus soledades y fríos. Compartí ese pesar con el inolvidado Jorge Berlanga, que diez días después de llegar a Madrid, seguía pensando en la barra del Bar de los Artistas en las ovejas tristes de Islandia. –No puedo dormir cuando recuerdo esas miradas de consternación–.
Se dice que los mejores pastos están en el Campóo. El lecho de Reinosa, aún a 900 metros de altura desde su descenso del Pozazal, reúne a centenares de vacas y caballos. Cada vez que paso por ahí, y lo hago frecuentemente, menos vacas y más caballos. Quedan bien, son estéticos y parece que rentables. Pero carecen de la personalidad aburrida y angustiada de las vacas de leche. En mi lugar, Ruiloba, y en Caviedes, Labarces y Rioturbio, resisten bravas vaquerías, pero algún día, al ritmo que llevamos, llegarán los caballos a ocupar sus sitios de postal antigua, de postal en blanco y negro con el sello de Alfonso XIII rumbo a las Américas de los indianos o a la Andalucía de los jándalos. Aquellas palabras que en cinco renglones daban cuenta a los ausentes de los tiempos, de los sucesos familiares, de las alegrías y de las nostalgias. Todas ellas, escritas entre vaca y vaca, entre ordeño y ordeño, entre el sueño vencido y el sueño derrotado.
En los inaplazables y sagrados encuentros que cumplíamos todos los lunes –y así durante 20 años–, Antonio Mingote y el que escribe, siempre esperaba el lunes del optimismo. Aquel, en el que Antonio llegaba al restaurante y anunciaba: «Los castaños de Indias del Retiro ya verdean».
Antonio era, por acuerdo municipal en tiempos del Alcalde Tierno Galván, «Alcalde Honorario del Parque del Buen Retiro», y se conocía sus árboles uno por uno. Cuando intuyo que los árboles se esfuerzan por verdear en mis lugares del norte de España, renuevo con Antonio nuestra amistad eterna. Y hoy, las ramas del haya no han verdeado, pero las yemas están a punto de explosión.
Bueno, se trata de prados, vacas, caballos, melancolías y amigos. Al fin y al cabo, un descanso para sobrellevar mejor, de vuelta a Madrid, los tiempos que nos han tocado lidiar.
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