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Alfonso Ussía

De las infantas

Puedo entender que el juez Castro siente en el banquillo de los acusados a la Infanta Cristina. La notoriedad, el sueño de destacar, el espectáculo. No es conveniente, pero también los jueces pueden ser propensos a disfrutar de los encantos de la popularidad. Lo que no entiendo es la obsesiva fijación de la Casa Real y la Casa del Rey por lograr la renuncia de la Infanta a sus derechos sucesorios. Mientras no se pruebe lo contrario, la Infanta es inocente. Y mientras no se demuestre asimismo lo contrario, la renuncia de la Infanta carece de todo valor, a excepción del simbólico. Más o menos, como si yo renunciara a la parte proporcional que me corresponde del testamento del barón Thyssen. Para que la Infanta Cristina, declarada inocente o culpable por la Justicia, sea Reina de España, es necesario un nuevo Ekaterimburgo. Los hay que lo desean, pero no lo contemplo como probable en los tiempos que corren por nuestras vidas. La Infanta Cristina tiene por delante a la Princesa de Asturias, a la Infanta Sofía, a la Infanta Elena y a los dos hijos de la Infanta Elena. Más o menos, a las mismas personas de mejor derecho que quien escribe para heredar el perfil con dorados y naranjas de Giovanna Tornabuoni de Doménico Ghirlandaio, el retrato más prodigioso del Museo Thyssen de Madrid. Así que me dijo Heini, el barón, una tarde mientras tomábamos una copa. –Cuando me muera, llamas a Tita y que te mande el cuadro a casa–.

Y sigo esperando. Pero con una diferencia. Que la baronesa Thyssen no me exige la renuncia.

La Infanta Cristina se enamoró malamente. Pero ha tenido el coraje de mantenerse al lado de quien con empecinada obsesión se enamoró en el peor tramo de su vida. Podría haber volado, pero ha optado por permanecer en el nido que está a punto de desmoronarse. Además, no termino de comprender la distancia que el Rey ha establecido respecto a sus hermanas. Urdangarín es familia del Rey, para desgracia del Rey, pero las Infantas Elena y Cristina, quiera o no el Rey, además de hermanas son, como Infantas de España, miembros de la Familia Real. Y si a una, por las tropelías empresariales del estirado jugador de balonmano –mucho mejor tratado en tiempos tranquilos que el marido de la Infanta Elena, Jaime Marichalar–, ha sido tachada y emborronada en el Palacio de La Zarzuela, ¿por qué también ha sido desplazada la Infanta Elena, la más castiza y querida de la Familia Real? La Infanta Elena no puede ser utilizada para entregar una copa y representar a su hermano en un funeral al que, probablemente, tendría que haber acudido el Rey. Tiene un sentido del deber profundo y siempre ha obedecido al Rey, cuando era su padre y ahora a su hermano. Jamás ha fallado. Es cierto que podría ser más abierta si renunciara a algunas fieles cortesanas, pero ese problema no es exclusivo de ella. Renunciar a los servicios y la representatividad de la Infanta Elena se me antoja un error fácilmente subsanable y difícilmente comprensible.

El proyecto de plena transparencia en la Casa Real iniciado por el Rey, me parece valiente y oportuno. A tenor de ese proceso de horizonte diáfano, no puedo entender que haya sido esquinada en el rincón más próximo al olvido a la persona más transparente de la Familia Real, que es la Infanta Elena. Está claro que ha apoyado y seguirá haciéndolo a su hermana la Infanta Cristina, pero sus circunstancias personales nada tienen que ver con las de la duquesa de Palma. Se separó de su marido amistosamente, y su marido se ha comportado con un enorme señorío. Y para el pueblo, para la gente de la calle, la Infanta Elena sigue siendo la preferida, la más espontánea, la patriota y la fetén.

Pero es víctima de alguna nube de antipatía que no se interpreta desde la normalidad.