José María Marco
Debates europeos: la nación, la economía
A finales de este mes de mayo se celebran las octavas elecciones al Parlamento Europeo por sufragio universal. Las últimas tuvieron lugar en 2009, en plena crisis económica, aunque por entonces los españoles vivíamos la llamativa e inolvidable experiencia de tener un gobierno (socialista) que negaba la existencia de la crisis. Ya sabemos lo que ocurrió cuando reconoció su existencia. En el 2011, resultó barrido por el electorado. Estas elecciones europeas son, precisamente, las primeras que se celebran después de la puesta en marcha de las medidas con las que muchos de los países de la UE, y las propias instituciones de la Unión, han tratado de superar la crisis económica. Como los efectos de estas políticas no son todavía visibles del todo, lo previsible es que los europeos castiguen a quienes consideran responsables de lo que ha venido ocurriendo desde 2009.
Así lo indican las encuestas, que prevén una caída del voto de centro, ya sea de los populares europeos, que sufren más por ser el grupo más votado en 2009, los conservadores reformistas (más a la derecha), los Liberales y Demócratas por Europa (más de centro), los Verdes o los socialistas. En cambio suben, según todos los indicadores, los partidos situados en los extremos: populistas de izquierda y de derecha, nacionalistas, euroescépticos, xenófobos, ecologistas radicales, antisistema y ex terroristas reconvertidos. El conjunto, sumamente variopinto, se ha resumido en tres grandes grupos: euroescépticos de izquierdas que se oponen a las medidas de austeridad; antieuropeístas de derechas hostiles a las instituciones de la Unión, y nacionalistas de derecha radical (en nuestro país, también de izquierda), con un programa anti inmigración y en algunos casos antimusulmán.
Cuando en nuestro país se habla con tanto entusiasmo de superar el «bipartidismo», ése es el panorama que se está preconizando: un Parlamento Europeo convertido en el escenario de organizaciones, muchas veces mínimas, dedicadas a explotar el «cabreo» –es la expresión que se está utilizando aquí– sin ofrecer ninguna alternativa viable.
La Unión Europea nació como un proyecto político de reconciliación. Estaba encaminada a superar los nacionalismos, esos movimientos excluyentes, racistas, antiliberales y antidemocráticos que llevaron a Europa a dos guerras generalizadas, con decenas de millones de muertos y una devastación incalculable. A partir de ahí, la Unión Europea se fue construyendo como un espacio de prosperidad económica. El desarrollo permitió el avance de un proyecto político de unidad cuyo objetivo final nunca ha estado claro. ¿Hasta dónde debe la Unión Europea sustituir a los estados nacionales? ¿Hasta dónde es conveniente que lo haga? ¿Es la Unión Europea una unidad política posnacional? ¿Debe limitarse a una estructura que dé amparo a unos estados nacionales regidos por democracias liberales?
La prolongada crisis económica ha puesto en cuestión estos avances. Las instituciones no han permitido a los estados soslayar la crisis que azota Europa desde 2008, y existe la percepción de que las políticas puestas en marcha por la Unión no están contribuyendo a la recuperación, más bien al revés. Bruselas y Estrasburgo siempre han transmitido una sensación de lejanía. Ahora se agrava con la acusación de que imponen políticas de austeridad. Éstas, a su vez, estarían dificultando la salida de la crisis, agravando el «sufrimiento» de la gente, e incluso se habrían puesto al servicio de una parte de Europa: Europa del Norte o, para decirlo con toda claridad, Alemania, lo que saca a relucir antiguos temores y nuevas fantasías.
La difusión de este discurso aumenta cuando algunos partidos que deberían ser más prudentes, como el PSOE, lo hacen suyo y sirven así de altavoces de la extrema izquierda. Además, esta argumentación es la base del nuevo nacionalismo, ya sea euroescéptico, como en Reino Unido, o antinacional, como el de los nacionalistas catalanes españoles. La nueva Europa de las naciones que se empieza a vislumbrar en el horizonte corre el riesgo, efectivamente, de llevar a la explosión del marco nacional tal como lo conocemos ahora. No es difícil imaginar esa Europa de las regiones nacionales o las naciones regionales, o «étnicas» –es decir, culturales-, o lingüísticas: las naciones nacionalistas, en una palabra. En España sabemos bien hasta dónde pueden llegar esas derivas. Así que el proyecto de la Unión Europea se enfrenta a dos grandes problemas. El descrédito, por una gestión económica considerada ineficaz e injusta, y la vuelta del nacionalismo que se creyó superado. Éste es el reto de fondo que se plantea en estas elecciones. En realidad, si los dos grandes partidos españoles quisieran, estas elecciones podrían ser un excelente motivo de debate. Las cuestiones europeas que están sobre la mesa son la prolongación natural y lógica de las cuestiones que están en el centro de las preocupaciones de todos los españoles: la economía y la nación de ciudadanos, democrática y fundada en la defensa de los derechos humanos.
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