José Antonio Álvarez Gundín

Decisión política

Puesto ya el pie en el estribo, abismado a la hora crespuscular de la profesión, el juez Castro se ha subido al último tren capaz de coronar con cierta épica una carrera fatigosa, discreta y de primera instancia. Era irresistible la tentación de pasar a la historia como el primer juez en imputar a un miembro de la Familia Real. Y Castro no se ha resistido. Su decisión no es tanto judicial como personal y política. Ni siquiera el temerario Garzón se atrevió a tanto, a cobrarse una pieza de caza mayor con la que levantar la veda de la realeza y alimentar la nostalgia tricolor. Para un republicanismo apolillado y resentido como el español, sentencias como la de Castro son jaleadas por las «tricoteuses» como golpes de guillotina, modestos espasmos de quienes arrastran la tara de no haber decapitado un rey. Lo de menos es que el juez haya desoído los informes del fiscal anticorrupción, del abogado del Estado y de la Agencia Tributaria, a los que ha tratado como serviles lacayos de Palacio. Castro se ha arrogado una misión superior y no ha dejado que la realidad le estropeara una imputación destinada a los libros de historia y al aplauso populista de una sociedad que exige chivos expiatorios sobre los que descargar el rencor y la frustración. No hay duda de que si Doña Cristina no hubiera sido hija de Rey no se habría montado este vodevil social, político y jurídico, la instrucción no se habría eternizado tantos años y su señoría seguiría disfrutando de su anonimato mientras proclamaba acodado en el bar la superioridad moral de la república sobre la monarquía. Pero, como ha advertido el fiscal Horrach, a la Infanta se le imputa por lo que es, no por lo que ha hecho. Y para que desfile pasarela abajo ante un pelotón de cámaras como si fuera la reencarnación de María Antonieta.