Rosetta Forner
Del sida a la vida
El sida ya no es una sentencia de muerte. Cuando se conocieron los primeros casos, el pánico se estableció como tarjeta de visita del VIH. Se creía que era una enfermedad, un castigo incluso para algunos, que afectaba al colectivo gay en Estados Unidos. Pronto se vio que no era así. Muchos años después, se sabe cómo se contagia. Y, lo mejor de todo, se ha conseguido que nazcan niños sanos sin el virus de madres que son portadoras, y se ha añadido esperanza de vida al normalizar la enfermedad. Quizá, en un futuro no muy lejano sea posible erradicarla, además de tenerla bajo control. Las enfermedades son globales: lo que sucede en la otra parte del mundo puede suceder mañana aquí. Cuando el sida se ha enfocado globalmente, y se ha integrado tratamiento a todas las personas sin importar su origen social o nivel económico, al tratar la enfermedad sin clasismo, se ha logrado plantarle cara. ¿Quién no recuerda la película «Philadelphia»? En ella, Tom Hanks interpreta magistralmente a un alto ejecutivo al que echan de la empresa por tener sida. En esa época, la insolidaridad hundía sus raíces en el miedo que surge del desconocimiento. Y el estigma social hacía casi tanto daño como la enfermedad misma. La ignorancia ha causado muchos estragos entre la gente. Elizabeth Kubler Ross (una psiquiatra y escritora suizo-estadounidense experta en la muerte, las personas moribundas y los cuidados paliativos) narra en su libro «La rueda de la vida» cómo sus vecinos quemaron su casa-granja porque había acogido a niños enfermos de sida en los albores del VIH. Como suele ocurrir con las enfermedades que afectan al sistema inmunológico, son muchas las variables que fomentan su curación: una de ellas es el amor. El mejor coadyuvante de un tratamiento médico es una mezcla de amor, comprensión y compasión. Ahora debería decirse: «Del odio al hoyo, hay un maltrato».
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