Ataque yihadista en Francia
Despachos de guerra
Treinta y un gobernadores de EE UU rechazan acoger a refugiados sirios. Ted Cruz y Jeb Bush, aspirantes a la candidatura republicana, matizan el veto, del que pretenden librar a los cristianos, pero la Constitución estadounidense advierte contra quienes racionen la protección legal en función de lo que uno rece (o no rece). O sea, las dichosas garantías, que dificultan el trabajo policial. De ahí nuestra fragilidad, pero también la superioridad moral frente al totalitarismo. Claro que los bárbaros no vinieron de más allá de la frontera. Habían nacido en Francia. En Bélgica. ¿Prohibiría Cruz la entrada en EE UU de ciudadanos franceses y belgas? Da igual: el común denominador de los políticos palabrones pasa por ignorar las objeciones en contra, sean hijas del código penal o la física newtoniana. Carecen de sentido del ridículo. No digamos ya de sentido común, bono basura en los mercados dialécticos del nuevo siglo. Nada que impresione a los profesionales del idealismo testicular. Un suponer el ínclito Donald Trump, capaz de censurar a Francia por dificultar que sus ciudadanos practiquen el noble arte de la autodefensa «gun crazy». Demagogia equivalente, por cierto, a la de aquellos que afean su pasotismo a las víctimas. Su apego por la vida, la Vespa y el croissant. Que mira tú si eran blandos que en Bataclan nadie cargó contra los fusiles al grito de «Aux armes, citoyens! /Formez vos bataillons!/ Marchons, Marchons!». «Corderos, cobardes, consentidos», escupen medio minuto antes de trinchar un chuletón y explicarte que ellos habrían estrangulado a los kamikaces con una musculada exhibición de jiu-jitsu previo a la restauración Meiji.
La facilidad con la que Trump y cía. fanfarronean encuentra un correlato desde la izquierda, profesional de la equidistancia para mejor tapar la inevitable perplejidad que nos come. Esas advertencias contra hipotéticas venganzas. La deliciosa justificación de las razones del verdugo, que actualiza los vahídos de Saramago cuando Alá y su junta de portavoces llamaban a degollar caricaturistas daneses y el escritor pedía sentido común a los dibujantes amenazados. O Günter Grass y su pretensión de respetar que el mundo islámico no pasó por el Renacimiento y la Ilustración y, por tanto, toca asfixiar la libertad de prensa.
La condición gaseosa del enemigo no evita el enfrentamiento entre la democracia y el fanatismo. Entre la delicada fuerza del voto y la homicida elocuencia del Ak-47. Como explicaba Woody Allen, intenta combatir a los nazis con un demoledor artículo del New Yorker donde los satirizan; fijo que los convences y, abochornados, deponen los bates. Si Francia está en guerra, lo estamos todos. Nuestro deber, y la supervivencia de las libertades, exigen una aproximación múltiple. Va del estrangulamiento económico de la secta autodenominada Estado Islámico a una decidida intervención militar y al diseño de un futuro político que no asuma la perpetuación de genocidas por razones geoestratégicas o folklóricas, pero también con el diagnóstico de una enfermedad social capaz de transformar a jóvenes europeos en idealistas: tipos felices de morir y matar en pos de una metáfora. Con semejante panorama sería aconsejable ignorar a los oradores que presumen de huevos y, ya puestos, a quienes del otro lado disculpan que Mahoma nos cape.
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