Ángela Vallvey

Difamar

La Razón
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La difamación vive una época dorada. Nunca antes había sido un arma tan efectiva como hoy día. La calumnia sirve para extender una mancha, una sombra deleznable en la reputación que, pese a ser frágil, puede ir arreciando con el tiempo hasta convertirse en una auténtica tacha de la que, el difamado, no logre escapar fácilmente. El lema es: «Infama, que algo queda». La inmundicia de la difamación injuriosa cae sobre la víctima inocente –que por lo general ni siquiera se lo espera, y por lo tanto no se ha protegido– como un jarro de agua sucia que siempre dejará alguna mácula. La insidia ha encontrado unos eficaces canales de producción y distribución de los que jamás había disfrutado. La tecnología facilita los recursos para generar, en un completo anonimato, las maledicencias más crueles, y para poder publicitarlas con una inmunidad y garantía de las que nunca pudo hacer gala la antigua plaza pública. A mi entender, el elemento que viaja más rápido no es la luz, sino el rumor. Pero antes, los rumores se encontraban con tropiezos en su deambular de boca en boca. Una muerte, o un simple resfriado, podían cortar la cadena de la injuria, ralentizarla. Ahora, cualquiera puede comenzar a esparcir ofensas sobre personajes públicos o privados, y éstas siempre tendrán un eco temible y terrible, serán bien acogidas en una sociedad donde la sospecha es más estructural que el de-sempleo. «Cuando el río suena...», dicen algunos, dispuestos a creerse cualquier cosa, con oídos prestos al chismorreo lenguaraz... Séneca creía que, a las afrentas y agravios que provenían «del vulgo», no había que hacerles ni caso, como tampoco se molestaba en creerse sus lisonjas y elogios entusiastas. El viejo filósofo era el exponente de una actitud elitista, que desprecia el sentir «popular», sea del signo que sea, y que solo aprecia lo que sentencian «voces informadas». Cuando alguien dice: «¡Habla como una verdulera, o pescadera...!» lo que está pensando en el fondo es que únicamente las clases populares son capaces de usar el insulto, el improperio y la insidia. Una actitud clasista que no reconoce la evidencia de que, incluso personalidades refinadas y educadas –o tenidas por tal, en teoría–, empuñan la bandera de la injuria como arma de venganza, desahogo o violencia. Y es que, antaño, puede que no ofendiera quien quería, sino quien podía. Pero hogaño, ofende quien quiere. Y todo el que quiere, puede. (Llámenlo democracia).