Ángela Vallvey
Diferencial
El lenguaje político de las últimas décadas en España realizó un gran descubrimiento: «el hecho diferencial». España, que es muy pudorosa a pesar de su fama de desgarrada, quiso con esta expresión reconocer las «distintas identidades» históricas, políticas y culturales que la forman, o que la deforman (según la época y la calidad de sus gobernantes que, diga lo que diga el tópico, no siempre son los que el pueblo merece). Un suizo lo hubiese llamado «cantón» y un alemán «Land» (estado), pero aquí nos gusta añadir elementos caracterizadores a todo, desde el país a la paella. En la tierra del «hijo mío, tú no te signifiques», lo que más se practica es la trascendencia. La importancia del «ser», y a menudo la fatuidad del «estar». El español, si fuese un objeto, sería una piedra gótica, tan historiada y dura como delicada. Beligerante consigo mismo, a más a más. El españolito es tan clásico como combativo y disidente; ateo a la par que católico integrista, y «gente de orden» a la vez que radical calderoniano. Max Estrella diría que es una deformación grotesca de un europeo, con la fogosidad religiosa de un jefe de tribu africana. Pero no es verdad: el español no se distingue tanto de sus vecinos. No dista del resto de los europeos apenas nada, para ser exactos. España no es diferente, por mucho que se empeñe en sus hechos diferenciales. Antañazo, como escribiría Valle Inclán, estaba envuelta en pólvora y hartazgo, vino y puñaladas, por no hablar del hambre, el bandolero y el cacique; hogañazo: turístico flamenco todavía (por mucho tiempo y olé, etc.), tomatinas, fiesta, activistas antitaurinos, triunfos y derrotas de La Roja, y el hecho diferencial de ser iguales a los demás. Si bien, hemos de reconocer que el concepto «hecho diferencial» ha sido un hallazgo que ha tenido gran éxito. Mientras el mundo caía de bruces ante la potencia de la globalización, en España nos íbamos diferenciando cada vez más. Nuestra aspiración por lo desigual, lo distinguido y lo separado, tiene un aire medieval, o quizás romántico, que siempre resultará atractivo. Es lógico –y, además, sano– que a una fuerza arrasadora como la mundialización le salgan impulsos vivaces que se le contrapongan. Pero no es por eso por lo que ha cuajado en España «el hecho diferencial»: no se trata de una resistencia de respuesta al mundo, sino de una refutación de nosotros mismos.
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