Toros

Alfonso Ussía

Dignidad y estiércol

La Razón
La RazónLa Razón

Tenía decidido escribir de un rapero proetarra amigo de Monedero e Iglesias, y de un presumible maestro valenciano, síntesis los dos del estiércol, de las alcantarillas homínidas, de las fosas sépticas. Pero es tanto el asco que me inspiran estas alimañas que he elegido el contrapunto. La dignidad de la belleza o la belleza de la dignidad enfrentada a los detritus infrahumanos. Y esa dignidad y esa belleza se reúnen en el dolor de una mujer excepcional. La mujer de Víctor Barrio, Raquel Sanz, un árbol herido por la tragedia que ha optado por mantenerse en pie después de sufrir el nortazo loco e inesperado que arrasa con todo cuando muere un torero, en este caso, su torero, y más aún, su marido, su amor, su vida y su futuro. De todo eso, del torero muerto en la plaza, de su amor, de su vida destrozada y de su futuro se han reído los malnacidos. Elementales y burdos animalistas que se burlan de un torero muerto en la plaza y de la tragedia de una mujer admirable. Una zorra con el coño de cianuro respondió al mensaje de Raquel, un mensaje de gratitud a todos los que estaban junto a ella en su drama con otro que califica a su autora. Decía Raquel que la vida había sido injusta con Víctor Barrio. Que no logró su sueño de salir a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas, que se la arrebataron en plena juventud quebrando sus esperanzas. Y la tía esa, furcia cobarde, que intentó posteriormente borrar su mensaje en la red cuando ya había sido reproducido por decenas de miles de personas, le respondía a Raquel que no, que la vida había sido justa, que su marido recibió lo que merecía, y que era una hija de puta. Sobre la herida incurable de la muerte de su amor, el ácido de la primate maloliente.

Raquel no se desvaneció a pesar del estremecimiento. Y al día siguiente, en Sepúlveda, en plena estética de la maravilla castellana, se encontró con centenares de amigos y de toreros a su lado, dispuestos a llevar hasta la tierra definitiva los restos humanos de su héroe. Ya sin dolor, y en el lugar reservado para los hombres buenos, Víctor Barrio ayudó a sostener a su mujer, rota en su belleza, y vio a sus compañeros llorar mientras soportaban el peso de lo que quedaba de él en la tierra hasta su sitio reservado. El Juli, Enrique Ponce, José Tomás, Jaime Ostos, José María Manzanares, Cayetano Ordóñez, Miguel Ángel Perera, Palomo Linares, el Niño de la Capea, Joselito, Juan Mora, Curro Vázquez, Espartaco, Sánchez Puerto, Pepín Liria, Luguillano, Morenito de Aranda, Uceda Leal, Abellán, David Mora, el gran maestro francés Sebastián Castella, o el mexicano Adame, o el colombiano Ritter, o el peruano Galdós.... Y los que se me han escapado. Todos con él y junto a él. Y la expresión destrozada de los miembros de su cuadrilla, mozo de espadas, apoderado. Todo eso lo vio el torero desde sus nubes, y sostuvo a su junco, a su mujer, quebrada por la melancolía y orgullosa simultáneamente de los compañeros de su amor yerto. Porque sólo entienden la muerte de un torero aquellos que lo son o han sido, los que han visto en decenas de ocasiones pasar a la muerte a un centímetro de sus cuerpos entregados al arte en movimiento.

La muerte torera de Víctor Barrio ha llenado de dolor a las buenas gentes, taurinas y antitaurinas, aficionadas y críticas con la Fiesta. Y ha abierto los vertederos del odio, las cañerías infectadas de la mala gente, de los necios, los perversos, los resentidos, los descolocados, los rufianes, los forajidos sin alma y los hijos de la gran puta en general. Lo mejor y lo peor. Y de lo primero, insisto en recordar la estética de la dignidad de Raquel Sanz, empeñada en mantener la buena educación que enseña el dolor medido, que para eso hace falta el mismo valor que el demostrado por su torero y todos los toreros que le acompañaron en el día más triste de su vida. Una tristeza infinita metida en el cuerpo y el alma de una bellísima mujer que no quiso desmoronarse.

No entiendo la burla ante el dolor. No entiendo el silencio de los animalistas, y menos aún, su regocijo por la muerte de un hombre joven que eligió libremente en una sociedad libre ser torero, es decir, hacedor de un arte secular de España que se cumple desde la inmediatez de la muerte. Pero no son ellos los protagonistas de este texto, ya suficientemente manchado por el estiércol de esos animales bípedos. Hoy le mando todo mi cariño y admiración, en forma de elegía, a una mujer cuya belleza, dominio, coraje y naturalidad han entrado con fuerza y simultáneamente en la sensibilidad de millones de españoles. Raquel Sanz, el árbol enlutado de Sepúlveda.