Cristina López Schlichting

Dinero vaticano y milagro

La Razón
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Cuando el Papa decidió fiscalizar a fondo las finanzas del Vaticano, eligió a las cuatro consultoras más prestigiosas del mercado: Price Waterhouse Cooper, KPMG, Ernst & Young y Deloitte. Los microscopios más finos del mundo ya han filtrado lo que tenían que filtrar. Desde 2013, por orden de Francisco, existen una Autoridad Financiera y un Consejo de Asuntos Económicos que regulan todas las instituciones pontificias, con un laico al frente que reporta directamente al Santo Padre. No es muy compleja la cosa, porque la entera economía del Vaticano asciende a 300 millones de euros, la tercera parte del presupuesto de La Rioja, la menor de las autonomías españolas. ¿Por qué, entonces, tanto escándalo en torno a los libros que hoy publican los periodistas Emiliano Fittipaldi y Gianluigi Nuzzi, el primero más profesional y el segundo más al «estilo Dan Brown»? Pues porque revelan los morbosos detalles de irregularidades que ya se han suprimido o están eliminándose, y eso da mucho gusto a quienes no soportan que una institución tan vieja y pecadora como la Iglesia sea, además, portadora de una gran esperanza para el hombre. Se pretende decir: «Da igual que mejoren... están tan podridos como todos los magnates del mundo». ¿Qué tipo de cosas salen en estos libros de nombre manifiestamente amarillo («Avaricia» y «Via Crucis»)? Mordidas de procedimientos administrativos eclesiales que financiaron apartamentos suntuosos de algún cardenal, ya definitivamente caído en desgracia. El uso –con el que ya contamos los donantes– del Óbolo de San Pedro para pagar facturas de luz de Propaganda Fidei en lugar de limosnas. El exagerado tamaño de las viviendas patricias de ancestrales príncipes de la Iglesia que se resisten –cosas de viejos y antiguos usos jerárquicos– a vivir modestamente. Lujos impresentables, de acuerdo. Miserias impropias del Amor de Cristo. Pero nada nuevo bajo el sol, nada que no supiésemos. Y, por supuesto nada que pueda empañar el brillo de la Iglesia a lo largo de los siglos, su caridad en los hospitales, sus hospicios y colegios, sus misiones en todo el mundo, las llagas curadas por Madre Teresa o San Francisco, la inteligencia de Agustín o Tomás, la generosidad de Ignacio de Loyola o Francisco de Borja, la impresionante labor de millones de cristianos en dos mil años, la gran aportación a la historia de la belleza y la caridad de los grandes Pontífices. ¿Qué quieren ciertos portavoces del escándalo, dejar claro que los cristianos somos barro? Eso ya lo sabemos. Y también que, en la vieja y pecadora Iglesia, habita la Salvación del mundo y de nuestras vidas. Pecamos, pero nos levantamos ayudados por Su Gracia. Hacemos el mal, pero lo enmendamos. Torcemos las cifras y las enderezamos. Ésa es la esperanza, que el mal que hacemos jamás se impone sobre el bien que deseamos con todo el corazón. Y ésa es la diferencia, el deseo y el milagro.