Cristina López Schlichting
Domingo en Portugal
En Fátima ha salido el sol este domingo, como no podía ser de otro modo, tras la canonización de los pequeños pastores Jacinta y Santiago. Ayer no, ayer debía mantenerse nublado porque también en 1917, cuando las apariciones, llovió copiosa y constantemente y ha sido hermoso ver cómo el tiempo se ha acompasado a la Historia. Las fotos de la «danza del sol», el extraño e impactante acontecimiento que tuvo lugar el 13 de octubre del 17, muestran una multitud congregada en Fátima y cubierta por paraguas. El agua llevaba cayendo sin cesar desde la madrugada y los corresponsales, enviados de todos los diarios de Lisboa, describían un lodazal de fango y gente empapada esperando no se sabe qué (la Virgen había prometido a los niños para ese día un «milagro patente»). Había entre 70 y 100.000 personas. A la una y media la niña Lucía gritó fuerte y pidió que se cerrasen los paraguas. Y entonces pasó. El sol se convirtió en un disco plateado y giró vertiginosamente, luces de colores tiñeron sucesivamente todo de amarillo, amatista y otros colores; el disco solar saltó y vibró y amenazó con «lanzarse» sobre la asustada multitud. Finalmente, todo se secó de súbito, desde las ropas hasta el campo. El fango se quedó en polvo. No hay forma más divertida de comprobar el intenso impacto que los acontecimientos suscitaron que las crónicas de los periódicos de la época. Avelino Almeida era francmasón y periodista de «O Seculo», el diario de la república atea que Portugal había declarado esos años. Sin un juicio de valor, sin un veredicto, su relato de los hechos, publicado en primera página, es taxativo. El sol danzó y el fenómeno se produjo, todos lo vieron. También lo certificaban los científicos que se habían molestado en acudir a Fátima.
Como en Belén, como en Calcuta, como en Roma, nada ni nadie ha podido evitar que aquello floreciese en peregrinaciones y en obras de caridad. Todos los principios son increíbles en el catolicismo. Unos pastores que ven a unos ángeles que les anuncian el nacimiento de un Salvador. Una monja que se echa a las calles de la India para auxiliar a los pobres de entre los pobres. Un Papa que se deja crucificar boca abajo. Tres críos analfabetos en el Portugal de principios del siglo XX que aseguran haber visto a una Señora brillante que les pide que recen el Rosario por la conversión de los hombres. Nadie los creyó, claro. Ni a unos ni a otros. Pero ni los pastores, ni la monja, ni el Papa ni los niños dejaron de decirlo. Con serenidad y tenacidad. Habían visto lo que habían visto. Oído lo que habían oído.
En Fátima las autoridades se desesperaron. Ni encarcelar a los niños en un calabozo municipal, ni amenazarlos con terribles castigos físicos (la muerte en un caldero de aceite hirviendo), ni arengar a la población ni talar los árboles del lugar. Ni siquiera el posterior atentado contra la capilla inicial, que fue volada con una bomba, paró las peregrinaciones. Cien años después millones de personas siguen viniendo.
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