Alfonso Ussía
Dos de dos
Sólo en dos ocasiones me he sentado en el «Camp Nou» para presenciar un «Barça»-Real Madrid. Las dos con resultado positivo para mi equipo. El «Camp Nou» es un estadio impresionante, con un público más antipático para los madridistas que el del Bernabéu para los culés. Hay algo de histerismo de aldea en su ambiente. El primer partido fue vulgar. Empataban el Barcelona y el Real Madrid a cero, cuando le pasaron el balón a Toni Grande, en la actualidad segundo entrenador de la selección española. Grande era un centrocampista lento y soso, muy trotón, y aquel balón que había recibido a treinta metros de la portería del «Barça» le produjo una enorme confusión. Como no sabía qué hacer con él, pegó un zambombazo y el balón entró por una escuadra de la portería catalana. Olvidé que me hallaba en el «Camp Nou» rodeado de «socis» malhumorados, y celebré el gol con desmedido entusiasmo. No fui aporreado porque me sacó de la tribuna un uniformado policía municipal. -¿Está usted loco?-, me preguntó mientras alcanzábamos la galería posterior a las gradas. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando me encontré abrazado al municipal, que era más madridista que yo. En la segunda ocasión, no hubo color. Fue la noche del partidazo de Cunningham, en la que el Real Madrid ganó por dos goles a cero. A mi lado, un educadísimo forofo del Barcelona, con escaso conocimiento de la plantilla del Real Madrid. Cuando los blancos, acompañados de una bronca monumental, saltaron al campo, me rogó que le indicara cuál de ellos era Cunningham.
-El único negro, le comenté. Es fácil distinguirlo-. Cuando Cunningham, ya en el segundo tiempo, regateó a la mitad de los jugadores del «Barça», llegó a la línea de fondo, centró hacia atrás y Santillana marcó el segundo gol, aquel hombre tan pacífico y señor, enloqueció momentáneamente, me dedicó una butifarra, y mientras abandonaba su localidad me dijo, o más bien, me gritó, algo que todavía no he llegado a descifrar, y han transcurrido como poco treinta años. «¡Franco corre, Franco centra y Franco remata. Así es muy fácil!». Franco llevaba cuatro años enterrado en el Valle de los Caídos, y no podía correr, centrar ni rematar a gol. Pero el hombre se marchó desahogado y con la justificación del consuelo. Todavía hay algún melón que lo sigue creyendo.
El pasado sábado, y después de formar de nuevo el horterísimo mosaico humano que tanto gusta al Barcelona –Sostres, catalán y culé, lo define de «norcoreano» con estimable acierto–, seguí las incidencias del «Barça-Real Madrid» por televisión. No he vuelto al «Camp Nou». Me divirtió, una vez más, el griterío independentista del minuto diecisiete, que rememora la derrota de las tropas partidarias del Archiduque Carlos frente a las de Felipe V, una guerra nada independentista por cierto, y sí española y monárquica, con el gran don Blas de Lezo al mando de un navío de la flota borbónica. Cuando se alcanza el minuto dieciocho, la independencia pasa a un segundo plano, lo cual demuestra el alto valor cívico del público culé. Es lo que queda del «Procés». Un minuto cada quince días de independencia coral.
A pesar de Sergio Ramos, el Real Madrid ganó el partido, con un jugador menos –Sergio Ramos, claro–, y un golazo de Bale anulado por un juez de línea atemorizado no se sabe por qué motivo. Goles de Piqué, Benzemá y Cristiano. Lo pasé muy bien. El público del «Camp Nou» me pone una barbaridad cuando padece. Lleva años en los que padece muy poco, porque el «Barça» es un equipazo. Pero lo presiento cansado y confundido. El martes volveré a sentarme en el salón para disfrutar del espectáculo. Si el Atlético consigue un buen resultado, el mosaico puede anegarse de lágrimas.
Y por lo demás, todo perfectamente, muchas gracias.
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