Restringido
Ébola: papel del Estado
Aunque el miedo y la opinión son libres, hemos asistido a espectáculos lamentables y bochornosos a raíz del primer caso propio o interno de ébola, donde, pese a quien pese, las actuaciones irresponsables han corrido por todo lugar y muchos, no sólo las autoridades, aunque sean los principales, debieran dar cuenta de su actuación y responsabilidades.
Quiero, sin embargo, señalar dos cuestiones puestas continuamente en entredicho, cuando no obviadas, en éste y otros casos de similar carácter o magnitud. La primera es que la naturaleza humana y el mundo que nos rodea tienen un grado, a veces importante, de contingencia, de azar, y por tanto de incertidumbre y riesgo no calculable o previsible. Ningún Estado, ningún orden o institución política, ningún líder o autoridad, podrán jamás asegurarnos o protegernos de los sucesos que continuamente acontecen.
Evidentemente, y no por la existencia del Estado, en sociedades más prósperas, desarrolladas, más abiertas y complejas hemos logrado reducir mucho tales componentes y no hay duda de que, en el caso concreto del ébola, podía haberse hecho mucho más y, por supuesto, mejor. Pero no existe protocolo plenamente seguro, eficaz o invulnerable. Ni siquiera sociedades con niveles de protección mayores y protocolos mucho mejores o eficaces, como Estados Unidos, se han librado de casos muy similares al de nuestra primera infectada. No obstante, son obvias las diferencias de actuación y hasta de respuesta en uno y otro caso.
La razón de algunos comportamientos evasivos o perezosos sobre la propia responsabilidad y la continua búsqueda de responsables fuera, actitudes que además socaban nuestra libertad, tiene que ver con una sociedad que paulatina y crecientemente ha incorporado, hasta incrustarse en su conciencia, la idea de que «otro –algún político o gobernante– puede hacerlo por ti o resolvértelo», rememorando aquel capítulo de los «Simpsons» en que Homer llega a jefe del departamento de limpieza de su ciudad.
El otro asunto es recordar una de las funciones propias del Estado, de lo político, del poder. Puede sonar duro e incluso raro; pero la razón y ser del Estado en cualquiera de sus niveles o manifestaciones, y pongo el énfasis en lo de «legítimo», es ostentar, usar y aplicar el poder, es decir, la violencia, si se prefiere la fuerza, legítimos en el ámbito de una sociedad. Ni producir barcos, carbón, quesos, viajes, turismo, seguros, publicidad, ocio, cultura, etc., cosas todas que, por cierto, realiza hoy la Administración en cualquiera de sus niveles y formas, aunque no le sea propio. Es la Administración, no cualquiera, quien legisla, imparte justicia, defiende a los ciudadanos de una sociedad, dentro de la misma (Policía) y de cara al exterior (Fuerzas Armadas y servicio diplomático o exterior), junto con todas aquellas actividades, organización, administración y burocracia que ello comporta, como recaudar impuestos para tales gastos.
A ningún otro corresponden estas funciones porque, si así fuera, otra organización como la mafia de Al Capone o ETA entraría a suplantar las labores del Estado, proporcionándonos seguridad o dictando las leyes; las suyas. De ahí que dos estados en guerra, como Japón y EE UU en 1945, puedan sentarse cara a cara a firmar condiciones de capitulación, cosa que nunca debe o debiera ocurrir entre un Estado y una banda de mafiosos, criminales o terroristas, incluso cuando los piratas somalíes secuestran barcos. Las familias y amigos, sí; sí pueden pagar rescates. El Estado no o nunca debiera porque es ceder parte de su razón y cometido, para lo que está y existe, y otorgárselo al otro.
Con esto claro, y aceptando que no todos tienen la misma fuerza, corresponde a un Estado cuidar y velar por los intereses de sus ciudadanos en el extranjero y tratar de devolverlos a su casa en cualesquiera que sean las circunstancias. Ahí, fuera, el Estado está para no quedar abandonados, ni a nuestro albur y alejados de los nuestros. Incluso aunque un ciudadano sea apresado y culpado en el extranjero por un delito, con todas las garantías y pruebas, esperamos del Estado que nos proporcione ciertos servicios básicos de interpretación, defensa o mínima atención. A nuestro Estado, a España, que tampoco es el Tercer Mundo en muchos aspectos –especialmente en el sanitario–, corresponde poner todos sus medios al alcance para traer de vuelta a nuestros compatriotas enfermos, afectados como sea, pero aún con más razón cuando lo han sido por dedicar, hasta formas y medidas impensables, su vida por los demás. Y todos nosotros, no sólo los políticos o funcionarios, somos parte de ese Estado. Aunque el miedo y la opinión son libres, algunas cosas hay que tenerlas claras si nos decimos personas que queremos vivir en una sociedad, sea ésta cual sea.
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