Elecciones en Estados Unidos
El amateur
Hace una semana que Donald Trump protesta porque le guindaron los 30 delegados de Colorado. Allí no hay primarias y, en consecuencia, todos fueron a parar al morral de Ted Cruz. Trump cree que hay una conjura en marcha. Quieren podarle la cresta en la convención de julio, de la que saldrá el rival de Hillary Clinton. Como no hay forma de lograrlo en las votaciones, como la militancia y los independientes tienen claro que él es el rey, el partido aprovecharía los resquicios legales. Sus fontaneros debatirán en los próximos días la posibilidad de retocar el tablero. Si me preguntan a mí, les respondería que la militancia está sobrevalorada y que ojalá lo logren. No se trata de exaltar los congresos a la búlgara o de aplaudir el despotismo ilustrado, sino de reconocer que en tiempos de incertidumbre triunfa la «fast food» política y que el sujeto plural, proclive a las estampidas, a veces vota guiado por el bajo vientre. Siempre puede irrumpir un elemento tóxico, contrario a la democracia, y que el pueblo lo siga como los niños al flautista. Pero conviene distinguir entre que el aspirante a sátrapa opte a las elecciones por su cuenta y regalarle los mandos de uno de los dos principales partidos políticos de EE UU. Entonces sí, hablaríamos de un suicidio favorecido por quienes, teóricamente, tendrían que defender el sistema. No la casta, los privilegios, Washington, los «lobbies» y cuantos lobos quieran ustedes enumerar, sino el parlamentarismo, la separación de poderes y la Constitución. El debate, viejo y actual, consiste en delimitar hasta qué punto resulta lícito propiciar el triunfo de los antagonistas del pluralismo y las libertades. En el caso de Colorado, que Trump aprovecha con modales de basilisco, ni siquiera hay problema. Las reglas fueron dispuestas antes de que llegara cualquiera de los aspirantes y queda un poco bobo, y torpe, cuestionarlas tras la resaca. Respecto a la posibilidad de que nadie alcance la convención con la mayoría suficiente, bueno, se lo ha explicado John Kasich, el tercero de los pretendientes, y el único serio. «Uno tiene que tener un cierto número de delegados para ser nominado. Es como decir que sacaste un 83 en tu examen de matemáticas y por tanto deberías de obtener una A sólo porque crees que es injusto que pidan 90 puntos. Vamos [Trump], actúa como si fueras un profesional. Sé un profesional». Ni que decir tiene que Trump no es un profesional y que el amateurismo, tan jaleado, trae estos lodos. Quién sabe si a última hora, en la convención de julio, Paul Ryan, presidente del Congreso, aceptaría ser el candidato consensuado. Alguien capaz de rescatar a los republicanos de sí mismos. Entre tanto, cierta prensa, ávida de machacar al partido, lleva una semana de vituperios porque, a su entender, pretende desoír a la gente. Pero qué hacer cuando la mitad de tus bases aplaude un programa vesánico, a mitad de camino entre la xenofobia desorejada y la ciencia ficción de serie b. ¿Acaso entre los compromisos de la democracia está el de favorecer su autodestrucción a manos de un golpista?
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