José Jiménez Lozano
El Arca Rusa
Hace unos años, una especie de reportaje histórico ruso, «El Arca Rusa», se contaba de un modo muy elusivo pero encantador un supuesto nuevo viaje del marqués de Custine a Rusia desde el tiempo del Catalina II al de los camaradas, y en ese reportaje además de lucir todo el viejo esplendor de aquellas cortes no se ahorraban tampoco los momentos de comentarios a situaciones necesariamente irónicas, nacidas del contraste entre el viajero decimonónico y los sucesivos tiempos de su visita. Pongamos por caso aquéllas en las que el señor marqués descubría que Catalina jugaba a la política como al teatro, el mal gusto en el vestir de los burgueses rusos o el desconcierto de los camaradas ante la pintura de San Pedro y San Pablo del Greco, pese a quedar fascinados por el cuadro pintado por éste y no poder separar los ojos de aquellas manos. Y soñamos un poco.
Los apuntes del viaje verdadero que el señor marqués de Custine hizo en su libro, «Rusia en 18392», nos ofrecen reflexiones menos graciosas pero bien interesantes para el entonces y el ahora. Por ejemplo: «Cuando nuestra democracia cosmopolita, llevando consigo sus últimos frutos..., y las naciones que se consideran las más civilizadas de la tierra hayan acabado de debilitarse en su desesperada política, y cuando, de caída en caída, hayan llegado a sumergirse en un profundo sueño en el interior, e incurrido en el desprecio en el exterior, toda alianza se hace imposible con esas sociedades envanecidas en su egoísmo; las esclusas del Norte se levantarán sobre nosotros una vez más, y entonces habremos de sufrir una última invasión, no ya de los bárbaros ignorantes, sino de maestros astutos, avisados, más sagaces que nosotros, ya que habrán aprendido de nuestros propios excesos cómo se puede y se debe gobernarnos...La sociedad perecerá por haber confiado en palabras vacías de sentido o contradictorias».
Para aquel mundo esto era una necesaria advertencia, pero del todo inútil como se vio; y probablemente seguirá siendo inútil. El Príncipe K. le dijo a Custine que «el despotismo ruso no solamente no tiene en cuenta para nada ni las ideas ni los sentimientos, sino que reforma los hechos, lucha hasta contra la evidencia, y triunfa en la lucha... pues la evidencia no tiene abogados en nuestro país, como tampoco los tiene la justicia cuando ambas estorban al poder».
Aunque ni el Príncipe K. ni Custine podrían haber adivinado lo que vendría después, y precisamente en aquella misma tierra rusa. No sólo el desprecio absoluto de ideas y sentimientos, sino la triunfante negación de las evidencias. Incluidas las de la historia, que ya no es «res acta» o cosa pasada, sino que puede rehacerse en cada momento o, lo que es lo mismo, en beneficio propio, y la realidad ya no sería la realidad, sino la interpretación de esa realidad en cada caso.
Tampoco conocerían las siniestras gobernaciones, precedidas y mantenidas por los más perfectos lavados de cerebro. Pero alguna idea de todo esto tenía el señor marqués de Custine cuando escribe: «La humanidad consiente en dejarse desdeñar y escarnecer, pero no consiente que se la diga en términos explícitos que se la desdeña y se la escarnece. Ultrajada en las acciones, se refugia en las palabras. La mentira es tan envilecedora que obliga al tirano a la hipocresía y es una venganza que consuela a la víctima».
Aunque ya no es el caso. Los medios de persuasión modernos logran perfectamente que hasta el desdén y el escarnio sean tomados como atenciones y bondades y que la razón se disuelva en verborrea y en nominalismos. El mismo día en que el zar Nicolás I subió al trono, hubo una revolución de la Guardia de Palacio, porque los sublevados creían que la Constitución que ellos exigían era el nombre de la esposa de Constantino, el hermano del zar, a quien se les había hecho creer que el zar quería asesinar. Y no parece que hayamos adelantado mucho en informaciones, y que estemos libres de estas simplificaciones tan elementales.
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