Ángela Vallvey
El cava
Puede ser suave, como la luz sobre las viñas que se recortan en el cielo fresco y afrutado de la primavera, y entonces se dice que es joven. Puede ser vivo y esplendoroso, pero prudente, como una mujer que ha entrado en la madurez y está segura de su belleza; a ese se le denomina «Reserva». Es posible encontrarlo gracioso y colorido, rosa como las mejillas de una niña, como el sueño de frutas rojas de un pintor renacentista; acariciando el paladar con el ligero cosquilleo aromático del «Pinot noire» y la Garnacha tinta: delicado, divertido, cava rosado. Y está ese otro que tarda más de dos años y medio en desvelar sus colores tostados, el jugo dorado y audaz que duerme en las cavas y luego va y retoza en el cristal de la copa -siempre aflautada, de vidrio limpio, fino y transparente, para que el olor no se escape corriendo-, el «brut» de carácter, intenso y cierto, con su secreta fuerza que rinde al paladar, como gotas de sol en la penumbra de la boca: el Gran Reserva.
El cava nada tiene que envidiar al Champagne. Ha echado raíces en las mesas españolas desde la segunda mitad del siglo XIX hasta ahora. Convierte cualquier comida en una fiesta. Siempre elegante, aunque sea modesto. Siempre discreto, aunque sea fastuoso. Está presente en nuestras vidas como los días de calor y siesta, en las fotos de la tribu familiar, en todos esos pequeños acontecimientos que forman el álbum de cada historia íntima. Cuando nos ponemos un traje blanco y brindamos por el futuro. A la hora de celebrar la llegada al mundo de un hijo. En Navidad y en el cumpleaños del abuelo.
No entiendo a los que «boicotean» el cava: sólo se perjudican a ellos mismos.
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