Joaquín Marco
El «contemplador» de pintura
Don Quijote perdió el seso por su exagerada afición a la lectura de los libros de caballerías. Su lectura fue durante años la principal actividad del hidalgo, pero lo lúdico pasó a ser enfermizo. Pensé en el mito quijotesco cuando hace poco más de un mes la revista «Focus» dio la noticia del descubrimiento de una auténtica pinacoteca formada por casi un millar de cuadros en el domicilio del alemán, residente en Munich, Cornelius Gurlitt. En esta ciudad y en una oscura, aunque enorme cervecería, hoy visitada por los turistas se fundó y reunió el partido nazi en 1920, hecho que sobrevuela la aventura vital del personaje. De hecho, el protagonista verdadero es su padre, historiador del arte, director de un museo y fundamentalmente marchante, quien reunió una formidable colección de piezas que llegaron a su poder por distintas vías: la compra a coleccionistas o los negocios con nazis, a partir de 1933, dispuestos a quemar cualquier muestra de «arte degenerado» como calificaban buena parte de la pintura moderna. Tal vez algunas de las piezas procedan de los mismos museos alemanes. Otra fuente pudo haber sido la compra directa a judíos obligados a salir del país para salvar su vida. El anciano Cornelius, que hoy cuenta ya ochenta y dos años, a la muerte de su padre en un accidente de automóvil, se convirtió en el ángel custodio de la colección. Allí podía contemplar a su gusto, en soledad, obras de Marc Chagall, Henri Matisse, Pablo Picasso, Max Liebermann o Carl Spitzgweg, hasta que en febrero de 2012 funcionarios de la fiscalía irrumpieron en su domicilio, empaquetaron las obras en tres días y las llevaron al juzgado. Ello le ha provocado un incremento de su soledad, porque Cornelius no era propiamente un coleccionista. Antes era un contemplador de la belleza y, en todo caso, un conservador a su modo de la obra de una idealizada figura paterna.
Cada pieza deberá ahora ser identificada, conocer su origen y anteriores propietarios y saber qué corresponde a quién. Cornelius padece del corazón. Cuando anda treinta metros debe descansar cinco minutos. Fallecida su madre y su hermana, algo más joven que él, de un cáncer, se encuentra sólo ante el engranaje de la justicia. Es un hombre callado y solitario, sin amigos. Lo que amaba más eran sus cuadros en los que se abismaba, que contemplaba con pasión. Al coleccionista le mueven otros afanes, los de descubrir y reunir las piezas. En nuestro mundo se colecciona casi todo, desde cómics hasta libros o automóviles. Los hay que contratan expertos para localizar las piezas y negociar para hacerse con ellas. Hay quien puede especializarse en recopilar todas las ediciones posibles, por ejemplo, de Lope de Vega. No es para leerlas, sino para incrementar el valor de una colección especializada, una afición sobre la que se ha escrito mucha novela policíaca. La filatelia se convirtió en una inversión, que terminó, como tal, en un fracaso; pero sobrevive junto a especialidades como la numismática y, claro está, el mundo del arte. Existe todo un movimiento especulativo sobre el valor de las piezas y el señor Gurlitt conocía bien el alto valor que algunas hubieran alcanzado en el mercado. La muerte de su hermana, algo más joven, lo dejó descorazonado, pero fue la pérdida de sus cuadros lo que le produjo el mayor de los disgustos. Ella, decía, habría sabido moverse mejor en este mundo de la burocracia y de los abogados.
Sus movimientos se produjeron en el interior de Alemania, salvo una ocasión en la que estuvo en Francia acompañado por su hermana. Cursó sus primeras letras en una escuela en Hamburgo y luego en un instituto en Dresde. Tras el derrumbe del nazismo pasó a un internado en Oderwald e hizo el preuniversitario en Dusseldorf. Inició, aunque no terminó, siguiendo la estela paterna, estudios de Historia del Arte en Colonia. Vivió primero con sus padres, más tarde con su madre y, a su muerte, con su hermana. El retrato que se hace de él es el de un hombre tímido, de pocas palabras, nada acostumbrado a la vida social, sin otra afición, que se conozca, que la contemplación de las piezas de arte que guardó y que, entiende, que fueron a su modo fruto de la inquietud de su padre por salvarlas de la destrucción. A su modo no colaboró con el nazismo, sino, al contrario, se opuso a él con la callada resistencia. Al enterarse de que las tropas soviéticas estaban próximas, las trasladaron a un castillo. Su padre tenía muy buenos contactos en la sociedad alemana. Contaba 27 años cuando murió su padre, de quien valdría la pena rastrear algo más sobre su biografía. Falleció en 1956 en un accidente de automóvil. Sabíamos muy poco de él, que tuvo una galería de arte en Hamburgo, que la traspasó a su esposa y que en Dresde ni siquiera tenía tienda. Como tantos marchantes trabajaba en la oscuridad. Fue capaz de transmitirle a su hijo el fervor por mantener a salvo «sus» cuadros, cuya propiedad está ahora en entredicho, aunque Cornelius estaría dispuesto a disfrutar tan sólo de una parte de ellos. Perder la colección ha sido empobrecer su vida, que transcurre entre dificultades de todo orden; una más es la publicidad que rodeó el caso y que le ha llevado a la portadas de algunas revistas. Un descubrimiento más del arte «perdido» por los desmanes del nazismo.
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