Manuel Coma
El dilema de la destrucción nuclear
En los primeros veinte años después de las bombas, todo estuvo muy claro: la invasión de Japón, imprescindible para derrotarlo y acabar la guerra, costaría un millón de jóvenes vidas americanas y muchas más japonesas, de todas las edades y género, sin contar la devastadora destrucción material. ¡Bendita sea la bomba atómica! Desde mediados de los 60, las cosas empezaron a cambiar a tenor del contexto histórico y los datos conocidos a interpretarse de manera opuesta a lo que hasta entonces había sido la versión ortodoxa, con el corolario, en realidad muchas veces premisa, de la maldición del átomo desencadenado.
Desde entonces la versión clásica y la revisionista han librado durante cincuenta años un incesante combate historiográfico, posiblemente el más enconado de toda la historia de Estados Unidos, que el setenta aniversario no ha hecho más que reavivar. En el proceso se ha desenterrado gran cantidad de documentación por parte americana y japonesa y alguna del lado soviético, que ha sido analizada con lupa y a la que se le ha dado mil vueltas. Las posiciones antagónicas esenciales se mantienen pero han sido enriquecidas con importantes matices y significativas revelaciones.
La idea de que la voluminosa previsión de bajas no fue más que una falaz invención para justificar los mortíferos bombardeos, que habrían sido llevados a cabo por motivos que se pretendió ocultar, resulta insostenible tras la documentación aparecida en los archivos de Truman. Aunque este tipo de polémicas giran en torno a lo que está dentro de la cabeza de quien decide, son abrumadoras las pruebas de que la firme convicción de que el coste en vidas de soldados americanos sería de una magnitud colosal, fue para Truman del todo determinante en la decisión de lanzar la bomba de Hiroshima. Y, ante la resistencia japonesa a rendirse, la segunda de Nagasaki, tres días después. De ello se desprende la conclusión de que las bombas pusieron fin instantáneo a una guerra que había producido decenas de millones de muertos y que de otro modo se hubiera prolongado letalmente durante meses.
El encarnizamiento de la reciente defensa japonesa en las islas de Iwo Jima y Okinawa, extraordinariamente heroica o demencial, según se prefiera, impresionó profundamente a los americanos, que tuvieron la percepción de que se hallaban ante patrones culturales y morales que les eran incomprensibles por ser completamente ajenos, pero que constituían una realidad insoslayable. La enorme proporción de bajas les sirvió para el cálculo del precio que tendrían que pagar en un asalto a las islas principales.
Para los japoneses, la única derrota honorable era la que se producía luchando hasta el último hombre y el honor así entendido era el imperativo moral supremo. Para el samurái vencido significaba el hara-kiri. En Okinawa muchos de los pocos hogares civiles, formados casi exclusivamente por mujeres y niños, se volaron con explosivos al entrar soldados americanos. En las islas principales, a pesar del tremendo debilitamiento militar y económico del país, se preparaba a la población, hasta con cañas de bambú afilada, para ofrecer el mismo tipo de resistencia. En cuanto llegó la noticia de la bomba, los soldados que se concentraban para el asalto que el alto mando preveía para el 1 de noviembre, explotaron de júbilo, sintiendo que habían vuelto a nacer. Los miles de torturados prisioneros de guerra no dudaron de que le debían la vida. Luego supieron que su ejecución en masa estaba prevista para unos días después.
Las bombas produjeron bastantes menos muertos y destrucción que los bombardeos convencionales que habían tenido lugar hasta entonces y que los que eran previsibles de haber continuado la guerra. Pero constituyeron un trauma tan brutal que cambiaron la psicología colectiva de todo un pueblo. Visualizó la posibilidad de extinción y renunció a hacerse el «hara-kiri». Cambió la agresividad por una actitud pacífica, en ocasiones hasta de pacifismo, y demostró su temple enfrentándose a la catástrofe y llevando a cabo una espectacular reconstrucción material y mental. El punto básico del revisionismo –que el bombardeo no fue necesario porque Japón se disponía a rendirse antes de Hiroshima–, ha quedado desacreditado por la documentación japonesa. El segundo tema es que lo que motivó a Truman fue adelantarse a Stalin, a punto de invadir Manchuria, e impresionarlo con el nuevo armamento. Fue posiblemente una motivación secundaria, después de la preocupación por las bajas previsibles y el deseo de terminar la guerra cuanto antes. Las fuentes han revelado que el factor soviético pesó también gravosamente en la decisión japonesa. Lo muestra el análisis minucioso de la reunión mantenida por los más altos responsables políticos y militares el 9 de Agosto. Lo más llamativo es que a quien no impresionó demasiado la bomba fue a Stalin y su actitud marcó la estrategia soviética durante toda la guerra fría: A diferencia de los americanos, nunca consideraron el arma atómica como algo destinado exclusivamente a la disuasión, es decir a evitar la guerra. Para ellos siempre fue un instrumento susceptible de ser usado cuando fuese necesario. Stalin no llegó a ejecutar el plan de invasión del norte del Japón, previsto para el 24 de agosto, pero siguió reivindicando su derecho a ocupar esa zona de Japón, que hubiera convertido el mar de Ojotsk en un lago ruso y una plataforma de proyección sobre el Pacífico. Pertrechado de su victoria, Truman se negó rotundamente. Con aquella ventaja estratégica y un Japón en condiciones similares a las de Alemania Oriental, el mundo hubiera sido distinto.
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