César Vidal
El drama de la polarización
De momento... Finalmente, el Senado de Estados Unidos ha llegado a un acuerdo para elevar parcialmente el techo de la deuda hasta mediados de enero y salvar a la nación del «default», pero ¿cómo se ha llegado a esta situación y cómo evolucionará en el futuro? El problema del techo de la deuda en EE UU ni es nuevo ni tiene fácil solución. Solamente durante el siglo XX, se ha elevado unas noventa veces, catorce de ellas entre los años 2001 y 2013. Con todo, la agudización del problema es una cuestión relativamente reciente. Antes de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos no tenía techo de deuda y el Congreso autorizaba préstamos concretos o permitía que el Tesoro emitiera deuda con fines específicos. En 1917, la Second Liberty Bond Act estableció un límite del déficit y en 1939, el Congreso reforzó la medida colocando un límite a la deuda para cualquier tipo de instrumento. El crecimiento considerable del déficit durante los años 60 y 70 –bastante relacionado con Vietnam y las leyes sociales de L. B. Johnson, pero también con la elusión fiscal de las grandes compañías– llevó a la adopción por el legislativo de la denominada Regla Gephardt –de Dick Gephardt–, que obligaba a elevar el techo del déficit cada vez que se aprobaba un presupuesto. La medida pretendía no sólo garantizar que hubiera fondos para las diversas partidas, sino también evitar que EE UU incurriera en impago o «default». Aunque en la actualidad el Partido Republicano ha enarbolado la bandera del control del gasto y de la lucha contra el déficit, lo cierto es que, entre 1985 y 1987, Ronald Reagan logró que se elevara ocho veces el techo de la deuda, una más que George W. Bush. En 1995, la Regla Gephardt fue abrogada por el Congreso. Ese paso –que pretendía frenar la reforma sanitaria del demócrata Clinton– se tradujo en un cierre gubernamental que se prolongó hasta el inicio de 1996 y que es el precedente más cercano del sufrido en estos momentos también con ocasión de una reforma sanitaria.
A esta situación se ha llegado por una suma de factores. El primero es la separación de poderes, que obliga al Legislativo a frenar y contrapesar al Ejecutivo.El segundo es el electoralismo utilizado por ambos partidos, que ha ido enconando las posturas. Si los demócratas han intentado impulsar gastos sociales –el «Obamacare» es el último– que les granjearían millones de votos, los republicanos han agitado desde Barry Goldwater la idea de que el Gobierno es un peligro que se dedica a gastar irresponsablemente el dinero de los ciudadanos. Las dos quejas tienen no poco de verdad, pero pasan por alto aspectos que se mantienen obstinadamente fuera del debate. El primero es que el sistema fiscal de Estados Unidos grava enormemente a la clase media –aunque bastante menos que en España– y permite, a la vez, que las grandes multinacionales apenas paguen impuestos. Si determinadas compañías abonaran realmente lo que establece la normativa fiscal para las sociedades, el déficit podría enjugarse con relativa facilidad, pero los republicanos insisten en facilitar todavía más su situación impositiva y los demócratas, Obama incluido, nombran a sus altos cargos para puestos gubernamentales.
El segundo es que determinados servicios son exigidos, de manera bastante razonable, por la mayoría de los ciudadanos y frente a esa situación, y para evitar un aprovechamiento clientelista, los republicanos sólo tienen la carta de afirmar que son inasumibles. El «Obamacare» –que deja mucho que desear y mantiene los privilegios del «lobby» médico– podría proporcionar a los demócratas una baza que los republicanos no están dispuestos a tolerar. Sin embargo, en su terquedad han chocado con un principio que el norteamericano medio considera inatacable, el de que una ley aprobada no puede ser torpedeada con subterfugios legales. Con unas elecciones próximas en las que los republicanos pueden perder el Congreso por provocar el cierre gubernamental, la salida previsible era un acuerdo, acuerdo que se cerrará con más solidez en enero, si es que no antes, para evitar un desplome electoral. La solución, sin embargo, sólo podrá ser definitiva si asume la reducción del gasto en áreas molestas para republicanos y demócratas; y la fiscalidad real de determinadas compañías. Mientras no suceda así, todo quedará en un «de momento».
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