Alfredo Semprún
El Ejército afgano no aguantará ni dos años
Cuando los americanos se retiraron de Vietnam, en 1973, traspasaron a sus aliados del sur ingentes cantidades de material de combate, dejaron unos miles de hombres en calidad de asesores y cruzaron los dedos. El Ejército survietnamita no aguantó ni dos años. La imagen de la derrota, en diferido, fue la de los últimos helicópteros evacuando la Embajada de Saigón. En Afganistán, los últimos soldados rusos cruzaron el puente «De la amistad» sobre el río Darya en febrero de 1989 de regreso a casa. Como los americanos en Vietnam, también entregaron a sus antiguos aliados afganos todo el material pesado –blindados, artillería y transportes– que no se habían podido llevar. Pero el Ejército comunista, fuerte en doscientos mil soldados y milicianos, no aguantó ni dos años. También se habían quedado algunos cientos de «asesores militares» rusos que no sirvieron para cambiar las cosas. Les recuerdo estas cosas porque el mismo proceso, dos veces fallido, está de nuevo en marcha. La fecha límite para la retirada de las fuerzas internacionales que operan en Afganistán es diciembre de 2014. Para entonces, el Ejército Nacional afgano deberá contar con 200.000 soldados entrenados y provistos del mejor material. Aun así, se quedarán por tiempo indefinido unos miles de «asesores» norteamericanos. Al menos, estos son los planes a día de hoy y, por lo visto, se van cumpliendo escrupulosamente. En el caso español, por ejemplo, ya se han transferido a los afganos las bases avanzadas, mientras que el resto de los aliados ha reducido notablemente su presencia en el terreno, lo que explica que en los dos primeros meses del año sólo se hayan producido nueve bajas entre las fuerzas internacionales, frente a las 59 de enero y febrero de 2012. Y al mismo tiempo, desde Washington, Londres, Madrid y París se multiplican los comunicados de elogio hacia el nuevo Ejército afgano y se publicitan sus «grandes» éxitos militares. Lo cierto es que, una vez más, los aliados dejados a su suerte no aguantarán dos años a los talibanes y a los señores de la guerra. Los indicios conforman un panorama nada alentador: el índice de deserciones entre las fuerzas armadas de Afganistán se cifra en el 10 por ciento anual, es decir: dos mil hombres abandonan las filas cada año, sin que nadie les diga nada. El divorcio entre los oficiales y sus soldados es patente. La corrupción se ha generalizado y la instrucción de los reclutas, que cobran soldadas por encima de la media del país, es muy deficiente. En 2012, según datos proporcionados por el general Mohamed Zahir Azimi, cada mes perdieron la vida 110 efectivos del Ejército afgano y 200 agentes de la Policía. La moral no es buena. Los talibanes se infiltran con facilidad en los batallones y la desconfianza crece. A finales de febrero, 16 soldados de un puesto de control fueron narcotizados por un compañero que, luego, abrió la puerta a los mujaidines: los ametrallaron. El miedo se extiende a medida que se acerca la retirada occidental. Sobre todo entre las unidades desplegadas en las zonas rurales. No es infrecuente que la familia de un soldado, de un oficial, reciba una llamada de amenaza de los talibanes invitando a su pariente a la deserción. Muchos militares, incluso policías, llevan en sus teléfonos móviles los tonos de llamada que caracterizan a la insurgencia y la bandera blanca y negra como salvapantallas. Creen que puede salvarles la vida en caso de ser capturados. Éste es el panorama, salvo honrosas excepciones, y no parece que vaya a cambiar en los próximos dos años. Entre otras cuestiones, porque la sensación de derrotismo no es algo exclusivo del Ejército afgano y, poco a poco, se extiende al resto de la población. Kabul, por supuesto, será la última en caer y habrá resistencia, a muerte, en las provincias de mayoría chií, que hasta ahora se han mantenido al margen de la guerra. Pero nadie cuenta con un milagro. Once años de guerra y decenas de miles de muertos no han conseguido cambiar el alma del país. Saben que, como siempre ha ocurrido, los extranjeros acabarán por irse.
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