El desafío independentista
El falso nacimiento de Cataluña
Uno de los peores efectos del modelo de organización territorial del Estado no fueron las comunidades autónomas, que algunos critican, sino la cesión de las competencias en materia educativa. EE UU y Alemania son dos estados compuestos donde existe lealtad constitucional y no se producen los problemas que sufrimos, desafortunadamente, en nuestro país. La diferencia es que allí no tienen formaciones nacionalistas. En nuestro caso, además, siempre han tenido como horizonte la independencia. Desde la Transición hasta nuestros días, todos los presidentes del Gobierno han intentado integrarlas en la gobernabilidad y que se sentaran en el Consejo de Ministros. Ni CiU ni el PNV han querido. Durante este periodo han aprovechado las competencias y recursos que les ha ido cediendo el Estado para constituir una masa cada vez más creciente de defensores de la independencia. En el caso catalán, no es algo que surgiera de forma espontánea en 2012 con la manifestación del 11 de septiembre, sino que han sido muchos años en los que los medios de comunicación públicos, los presupuestos autonómicos, las escuelas y las universidades han sido instrumentos en la nacionalización de Cataluña para presentar a España como un enemigo del pueblo catalán. Ha sido una labor constante e intensa que les ha dado buenos frutos. Uno de los elementos claves en este proceso ha sido, precisamente, la manipulación de la historia común configurando la idea de una nación catalana sometida a una Castilla avariciosa. Es penoso que existan, además, unos historiadores que ofrecen su cobertura académica a auténticos despropósitos que fuerzan la realidad para configurar una identidad catalana a partir de los presupuestos interpretativos actuales.
Desde la antigüedad hasta nuestros días ha existido una idea de España que se puede encontrar fácilmente en los textos y que explica el devenir de una de las naciones más antiguas de Europa. Los pueblos prerromanos mostraban un mosaico heterogéneo y desorganizado, propio de aquellos tiempos. Es la romanización, junto al cristianismo, lo que configura nuestra identidad. Es el nacimiento de la Hispania romana, que tendrá una continuidad con el reino godo de Toledo, el cual caerá a causa de la invasión musulmana cuando había conseguido unificar la Península Ibérica y expulsar a vándalos, suevos, alanos y bizantinos. Hasta ese momento no existió ningún atisbo de lo que los nacionalistas consideran la nación catalana.
Los musulmanes intentaron penetrar en Francia, pero fueron derrotados por Carlos Martell. Los núcleos pirenaicos de resistencia se pusieron bajo su protección y creó una frontera militar, la Marca Hispánica, cuyo nombre proviene de que era parte de la antigua Hispania y puso al frente a vasallos que recibían el título de conde. Todos ellos intentaron convertir el territorio en hereditario, pero sería Wifredo el Velloso, al que los historiadores nacionalistas adjudicarían la condición de «padre» de la nación catalana, el que lo haría. La realidad es que Carlos el Calvo puso los condados de Rosellón, Cerdanya, Ampurias, Urgel, Gerona y Barcelona a sus órdenes, pero se mantuvo como su vasallo. Esta dependencia formal se mantuvo y la dinastía barcelonesa no tuvo una concepción nacional o patriótica, sino dinástica. Eran dominios que repartían libremente entre sus hijos, algo característico en la Alta Edad Media, aunque la fortuna hizo que Sunyer se convirtiera en el único conde. Todos los soberanos cristianos peninsulares se sentían parte de un todo que era Hispania o España. Es cierto que los reyes asturleoneses se consideraban sucesores de los godos y en algún momento intentaron asumir el título de emperadores, aunque el alcance de esta cuestión es materia de permanente controversia. No es una casualidad que el condado de Aragón se transformara en reino y que Barcelona nunca hiciera lo mismo. El matrimonio entre Ramón Berenguer IV de Barcelona y Petronila, hija del rey aragonés Ramiro I, permitió que su hijo Alfonso fuera el primer rey de lo que conocemos como Corona de Aragón, y no catalano-aragonesa, como pretenden los historiadores nacionalistas. Un dato objetivo es cómo se titularon los monarcas: rey de Aragón, Valencia, Mallorca... y conde de Barcelona. Hasta la unión dinástica de Ramón Berenguer y Petronila, alguno de ellos utilizó el título de príncipe para demostrar que todos los condados dependían de Barcelona. El término «Cataluña» surgió para designar un territorio y no una nación o un reino. Es también un mito defender que el título de conde de Barcelona en tiempos medievales equivalía al de rey. Otros territorios soberanos en la Europa medieval utilizaron el título de duque, conde o marqués, pero no por ello pudieron ser reyes. El poderoso ducado de Borgoña era feudatario del soberano francés, al igual que el rey inglés por sus territorios en Francia. La Corona de Aragón tuvo un enorme fracaso en la batalla de Muret (1213), donde murió Pedro I el Católico, que significó el fin del sueño de un imperio occitano. No era un objetivo «nacionalista», sino la consecuencia de una serie de matrimonios y el sueño de una dinastía. Eso abrió paso a la opción del Mediterráneo.
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