José Luis Alvite

El gatillo

El gatillo
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Una de las razones por las que los intelectuales tienen poca influencia en la opinión pública es porque evitan a toda costa que la gente corriente entienda sus reflexiones. Les aterra la idea de que la portera del edificio en el que viven haya podido captar la idea desarrollada en su último artículo. Es como si para iluminar la oscuridad sin disiparla encendiesen una lámpara con la bombilla negra. Les ocurre como a esos reputados cocineros de vanguardia, que preparan unas recetas en las que a duras penas el comensal entiende la servilleta, el tenedor y el plato. No conciben que la solución de un problema sea sencilla. Prefieren complicarlo todo con citas en alemán y escudarse luego en que se trata de asunto complejo que sólo podrá solucionarse si se conocen determinadas claves. Recuerdo a los reputados analistas de televisión pontificando durante la Primera Guerra del Golfo, en la que auguraban un largo y complicado conflicto. Después apareció aquel corpulento general americano al que no le cabía la cabeza en el cráneo, sacó el bate de béisbol y los fieros soldados de Sadam Hussein se entregaron en pocas semanas muertos de hambre y vestidos con chándal. La realidad había sido tan sencilla como eso y los sesudos analistas recogieron velas y guardaron silencio. Y yo recordé lo que durante mi estancia en la Armada me dijo el sargento instructor: «No te tires el rollo intelectual, hijo. Todo es más sencillo de lo que parece. No hay en el mundo una sola idea que en el fondo sea más complicada que el abrelatas. Tratándose de la guerra, los conceptos importan menos que la eficacia. Está bien que reflexiones, hijo, pero yo te digo que en el caso de verte en peligro, lo que importa con el fusil en la mano no son las razones por las que luchas, sino saber dónde cojones está el gatillo». Como le dijo aquella prostituta a mi amigo intelectual, «cariño, te juro que sin los pantalones lo pasarás mejor».