Restringido

El indomable que no se resignó

La Razón
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Hasta el final ha estado acosado por la Justicia. En pocas ocasiones como en ésta puede aplicarse a la muerte de un ser humano lo de descanse en paz. Héroe para unos –llegó incluso a vestirse de Superman para reivindicar sus derechos– y villano para otros; pocos personajes hay tan controvertidos. Esforzado y brillante buscavidas, bastante representativo de su época y de la España pícara de todos los tiempos, José María Ruiz-Mateos, el gran emprendedor, acabó siendo una caricatura de sí mismo. El juez lo metió en la cárcel de Soto del Real este mismo verano, con 84 años. Excarcelado por su quebrantada salud, se ha comprobado, como acabo de leer en las redes sociales, que el implacable tío de la guadaña no admite pagarés. Seguramente será mejor tratado por la Justicia divina. En las iglesias y capillas del Opus Dei, del que fue gran benefactor, dirán misas por su alma.

La imagen más repetida de Ruiz-Mateos es aquella en la que se acerca, despechado, al entonces «superministro» de Economía, Miguel Boyer, con el puño por delante, y le suelta: «¡Bribón, bribonazo, que te pego, leche!». Boyer fue su bestia negra, al que creía culpable de todos sus males. En 1983 el «superministro» de Felipe González ordenó la expropiación de Rumasa, el «holding de la abeja», el primer grupo de negocios español, con más de setecientas empresas, de las cuales 250 estaban operativas, levantado por él a pulso a partir de 1961 y que daba empleo a miles de trabajadores. Aquello fue un bombazo. Muchos lo calificaron de incautación, pero la Justicia no atendió sus razones. Lo más escandaloso fue la venta de Galerías Preciados por una peseta y la sospecha, objeto de rumores y severas críticas, de que la operación enriqueció a personas cercanas al poder socialista. José María Ruiz-Mateos, un personaje indomable, que llegó a ser uno de los españoles más ricos de su tiempo, nunca se resignó y luchó a brazo partido en vano con la Justicia y con el poder socialista. En el periodo más novelesco y amargo de su vida, se sucedieron las fugas –huyó a Londres y fue extraditado de Inglaterra; otro día fue detenido en el aeropuerto de Fráncfort, etcétera– y sus apariciones pintorescas, siempre reivindicativas. En 1988 llegó a fugarse de la Audiencia disfrazado con una peluca y una gabardina. Un año después consiguió ser elegido eurodiputado. Pero la coraza política no le libró de los golpes ni de su azarosa vida.

En 1990 inició una nueva etapa, partiendo casi de cero. Creó el «holding» familiar de la Nueva Rumasa. Hasta se adueñó del Rayo Vallecano y puso a su mujer, Teresa Rivero, de presidenta de este popular y simpático club de fútbol. No estaba dispuesto a rendirse. Pero en este caso se ha cumplido lo de que nunca segundas partes fueron buenas. Hacía negocios comprando empresas en bancarrota o en dificultades e intentando reflotarlas echando mano de pagarés de ahorradores, que han sido a la postre los grandes damnificados y los que más han puesto en esta hora triste su inmisericorde grito en el cielo. Acudió a la emisión de estos tentadores pagarés cuando estalló la crisis en 2009. Dos años después, los Ruiz-Mateos se declararon insolventes y el patriarca de la familia fue procesado, acusado de estafa, fraude e insolvencia punible. Así ha muerto, rodeado de los suyos, en el Puerto de Santa María, con la espada de la Justicia encima. Ha muerto un personaje singular, mitad héroe, mitad villano, pícaro para unos, bandido generoso para otros, víctima de circunstancias políticas para los más condescendientes. En cualquier caso, todo un personaje.

Pocas escenas hay más atractivas para un buen viñetista que el encuentro allá arriba de Miguel Boyer, penúltimo marido de Isabel Preysler, y José María Ruiz-Mateos, equipado con su capa de Superman. Puede que Boyer, echando mano de Agatha Christie y de su propia experiencia, le diga: «Convéncete de una vez, José María, donde están en juego importantes sumas de dinero es aconsejable no fiarse de nadie». A lo que Ruiz-Mateos responderá: «Bribonazo, ¿comprendes ahora por qué no me fié nunca de tí?». No olvidaré que una Navidad, siendo yo director de «Ya», me envió la mayor caja de bombones que haya visto yo nunca en mi vida. ¡Que Dios se lo pague!, le digo ahora con muchísimo retraso.