Antonio Pérez Henares

El joven pastor

Hace unos domingos, amparado bajo la no muy lejana silueta de un castillo, un rebaño pastaba la abundante porrina de este año. Era una vieja estampa, aunque cada vez más escasa, en la Castilla ganadera y labradora, donde la punta de ovejas no faltaba en muchas casas. Eran otros tiempos, aunque no tan lejanos. Ahora hay muchos pueblos en los que ya no queda ni un ganado.

El que yo contemplaba no era de ovejas sino de cabras, pero había algo diferente en la imagen. El pastor sentado en un ribazo, era joven, y ahora no suelen serlo ninguno, pero además había algo mucho más sorprendente en la postal. Estaba acompañado de una mujer, joven como él, y de un niño pequeño. Era domingo y el pueblo estaba cercano. Se habrían acercado a compartir la mañana, que era soleada y agradable.

Desde luego, algo inusual. La ganadería y mucho más en extensivo, en los pastos vecinales, se extingue con enorme rapidez. Es un trabajo esclavo, duro, lo justo bucólico, sin fiestas y con beneficios muy escasos. Nadie quiere, dejémosnos de gaitas, ser pastor de ovejas o de cabras.

Pero alguno sí. O quizás algunos. Ese joven, por ejemplo. Con su mujer y su hijo ha decidido reemprender la senda del pueblo y ha encontrado en esa tarea y en esa punta de cabras su medio de vida. Su imagen en esa mañana, con el viejo castillo medieval al fondo, me hizo sonreír y esperanzarme. Aunque inmediatamente me llegara a la cabeza que son estos tiempos de angustias quienes probablemente la hayan hecho posible. Pero sea como fuere ahí estaban, el joven pastor, su mujer y el chaval, guardando su rebaño de cabras en una mañana clara de invierno y de domingo.