Rosetta Forner
El legado del ADN
En estos tiempos de «CSI», negar una paternidad es difícil aunque se esté en la tumba: el ADN es un «chivón», no miente. Otrora, si un hombre no estaba por la labor de asumir su cuota de responsabilidad podía con facilidad obviarla. Actualmente las pruebas de ADN no permiten negar el ser «padre de» o inventarse el «soy hija o hijo de...» sobre todo cuando anda en juego fortuna, fama, poder o algo más. Cuando no hay dinero o el padre es un «pelagatos», proscrito o algo peor, a nadie le da por reclamar ni reivindicar que se es hijo/a de. A veces, el amor filial se despierta al calor del dinero. Lo cual no significa que no haya quien eche de menos la seguridad que proporciona el conocer de quién venimos o el abrazo paternal. Biología y amor no siempre van de la mano, de hacerlo sólo los progenitores biológicos podrían amar a sus hijos. En algunos casos, el padre no quiere saber nada del hijo/a. En otros, es el hijo/a quien no quiere saber nada del progenitor porque le han contado «una historia nada ajustada a la realidad» y/o le han llenado la cabeza de «razones» que justifican lo deleznable que es. Por consiguiente, se recomienda no darle la oportunidad de ejercer de padre excepto que haya por en medio una pensión, por modesta que sea. En ese caso, bien merece una «concesión». El dinero siempre es una buena excusa para reclamar vínculos filiales, aunque nunca consiga hacer florecer amor en corazones demasiados interesados por apaciguar agravios. Ser hija de una criada enamorada y seducida por el señor de la casa huele a historia de telenovela trufada de romanticismo trasnochado. Tantos años sin reclamar nada, ¿cómo es que ahora reivindica el ser su hija? El dinero siempre viene bien. Pero mejor viene un padre que ofrezca lo que nunca podrá proporcionar el dinero: el amor, y la transmisión del legado espiritual que habita en el ADN.
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