José Luis Alvite
El nadador
Me senté frente al mar de Cambados al lado de mis tres vecinas adolescentes y esperé con ellas a que apareciese el nadador levantando a contraluz con sus brazadas aquella orfebrería de agua, como una estatua de linóleo que arrastrase a rebufo de sus pies una jauría de rizos verdes, un fosco rebaño de espuma. Aquel tipo se llamaba Albino y era lo mejor que le ocurría al agua mientras en el astigmatismo vespertino de la luz del día agonizaba septiembre en medio del mórbido calor de una atmósfera de ozono y orina, un denso aire farmacéutico y gutural que a mí me parecía que salía de los pulmones gomosos de un fraile ardido. Yo las miraba y ellas no perdían de vista al nadador, que iba y venía crucificado en un agua lenta y dorada, fogoso y elegante, incansable, hasta que casi sin luz sobre el paisaje se esfumaba a sotavento y nos dejaba a los cuatro la sensación de haber visto cómo desabrochaba una y otra la marea aquel mariposista incansable y esbelto que se perdía entre la neblina mientras grapaba con sus brazos la mica de la mar en calma. Entonces yo me levantaba en silencio, me alejaba unos metros, me detenía y volvía la mirada hacia mis tres vecinas, que seguían sentadas con sus frescos vestidos de lino, ateridas de encerado placer, aguardando acaso a que con el relente de la noche volviese al tacto molusco de su sexo la porcelana pulcra de la santidad, la sequedad garrapiñada de la decencia. Después se levantarían y caminarían hasta su casa cien metros por detrás de mí –oníricas y silenciosas, adolescentes, culposas y ojivales– con la ilusión del apuesto tritón deslizándose como tinta de sepia por el cartabón de aquellos úteros góticos y pasmados en los que siempre supuse que llevaban fondeada la nutria viscosa del deseo, la ingle teologal y circunscrita de Albino, aquel nadador amniótico que salpicaba de helio la excitante atmósfera de lujuria, ozono y orina.
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