Pedro Narváez
El niño
Ha venido a remover nuestras conciencias ñoñas cuando se derrumban los castillos de arena del verano. El niño varado en la orilla ha cambiado la pachanga por un solo de violín. El «selfie» por una pintura negra. Sorolla por Picasso, No llevaba bañador ni cubito de playa. Todavía esperamos que se mueva cuando le alcanza la ola pero el mar es ya un banco de cadáveres a la espera de un pescador de imágenes. Material fresco. El debate periodístico es tan aburrido como un consejo de ministros, papel mojado. Hemos visto tantas series que ansiamos convertirnos en protagonistas cuando somos actores secundarios y hasta extras de un filme B. Aquí hay un solo héroe que ya está muerto cuando empieza la película. Así que vayamos hasta el lugar donde empezó todo. Nos embarcamos en guerras ridículas y, sin embargo, llegado el momento de actuar ante catástrofes indecibles, Europa se vuelve pusilánime y bostezona, una funcionaria que hace trampas con los números para que le cuadren los cupos. Hasta que el fuego del infierno de Siria e Irak no se apague rebosarán los nichos de los cementerios y nos saldrán gusanos por la boca en forma de lamento maloliente. Esto es sólo el comienzo. Los miles serán millones. La política de buenas intenciones dura lo que una videoconferencia de jefes de Estado. Pero cuando despiertan el niño sigue ahí y no se mueve por más titulares emocionales que podamos parir. Entre tanta vía muerta sólo hay una que puede llegar a un destino incierto pero posible: pasar a la acción.
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