Cristina López Schlichting
El placer de comenzar 2016
Les voy a proponer un juego. Repitan en voz alta estas palabras: conclusión, final, declive, terminar, zanjar, acabar, morir, desaparecer, eliminar. Y estas otras: comienzo, principio, auge, empezar, emprender, nacer, aparecer, incorporar. Elijan la serie que prefieran ¿acaso no es más grata la segunda? Hay matices para cada palabra, naturalmente, pero en general es la segunda la que más coincide con los deseos profundos del corazón. No sé por qué, pero estamos hechos para estrenar y empezar. Lo nuevo tiene un brillo ilusionante, hollar un suelo inédito es maravilloso. No debemos dar por supuesta la oportunidad de vivir este 2016, todo este tiempo que sólo nosotros podremos disfrutar, que nos está reservado. Es una época que no han podido disfrutar ni el egipcio del 3000 a.C ni el ciudadano del Versalles del XVII. Por alguna razón estamos aquí y ahora. Francisco lo ha bautizado como «Año de Misericordia» y tampoco debemos darlo por sentado. Misericordia es una palabra en desuso, como compasión. Apiadarse de otro no se estila, como mucho conviene apasionarse por él (o ella) o enamorarse, caerse bien, simpatizar. La misericordia, el «compadecerse de los trabajos y miserias de otro», como define la Real Academia, es cosa laboriosa y demasiado profunda, que entraña empatía y considerar el propio corazón y el del otro. Ya no enseñamos la lista de las llamadas Obras de Misericordia, ni animamos a los hijos a realizarlas. Sin embargo, estas acciones siguen floreciendo entre nosotros y, si las miramos con atención, esponjan el ánimo. Misericordia es, por ejemplo, la cama con una enferma en estado vegetativo que conocí en la Fundación San José de los hermanos de San Juan de Dios. Había un cartel en la cabecera: «Tengo hernia de hiato, si me ves respirar mal, asegúrate de que tengo varias almohadas, eso me hará sentirme mejor». Llevaba siete años perfectamente atendida, perfectamente insensible. Misericordia son las dos palabras que balbucieron a los del FIS las dos religiosas agustinas misioneras que murieron acribilladas en Argel: «Te perdono». Misericordia es lo que regaló el padre Douglas Bassi, de Bagdad, a los del ISIS –que lo ataron con una cadena al suelo y le rompieron la nariz y los dientes a patadas–, los rosarios musitados con los diez eslabones de su cadena. Misericordia es lo que dice la niña Miriam, refugiada en Kurdistán, a los del Daésh, que le robaron la casa y han expulsado a su familia de la llanura de Mosul: «Les perdono, rezo por ellos». Misericordia practica la mujer anónima que lava a la madre enferma, el hombre que hace de bastón de su padre, el niño que se apiada de su abuela, el vecino compasivo que echa una mano, el voluntario que pasea enfermos, el que echa horas en la ONG, el que viaja por amor al Tercer Mundo. Qué año, 2016, si además de ser comienzo y estreno, cosa nueva y territorio virgen, se convierte en campo de misericordia.
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