Pedro Narváez
El síndrome de Espartaco
Artur Mas se dirigirá hoy a su pueblo. Tenía la agenda marcada, la ropa elegida. Las gafas a punto, subrayado el matiz de cada frase. Había repasado el gesto teatral del discurso de «Julio César» ante el espejo, como el actor que sabe que en la última actuación el telón sirve de mortaja. A Mas le asoman los pies por el ataúd del independentismo pero no conoce aún el camino del cementerio. La gala final, sin embargo, se convertirá, más que en el drama que esperaba protagonizar para que los niños lloraran para siempre, en un entremés de los Quintero, ese costumbrismo andaluz que Franco mandaba en los trenes, sobre la corrupción y la cleptomanía de Convergència. De modo que ha de cambiar a Mankiewiz por el Hitchcock de «Marnie la ladrona». Tanta inmundicia había que ocultarla con un espectáculo felliniano, monjas, «starlettes» de televisión, la gran belleza. El president quería ser el Espartaco que liberaría a su gente y hoy se retrata como el hombre que sabía demasiado, tanto que no conocía el desenlace, lo que convierte a un héroe en ridículo. Merkel, especialista en cambiar los guiones, le espera ahora como a un refugiado sin papeles en el confín de Europa. Le exigiría que pague su deuda, sin rebajas del 3%, que someta a los catalanes a un duro rescate antes de empinar la cicuta y emprender el camino al purgatorio donde las mentiras hacen penitencia. Y tal vez, a pesar de todo, le vuelvan a votar, como a Tsipras. Pero eso merece otro libreto.
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