Tenis
El sueño eterno
Donald Trump ha entrado como un elefante en la Casa Blanca –siendo republicano, no podía encarnarse en otro animal–, hace lo que puede para descangallar el legado de Obama, piensa levantar muros –y no sólo el de México–con medio mundo, pone ojitos a Putin, suprime el español de la web de su nueva residencia y, sin embargo, admira a Rafa Nadal. Y le halaga: «Nadal es mi jugador favorito». Le fascina su carácter luchador, su irreductible ánimo competitivo y que «es un ganador». Sus opiniones sobre el tenista mallorquín las comparte, posiblemente, más de medio mundo; las otras, tres millones menos de votantes de los que obtuvo Hillary Clinton. Ni siquiera Rafa le apoya, no le gusta porque es «arrogante». Rehúye el intercambio floral con el peculiar presidente de Estados Unidos y no le da cuartelillo. A Dimitrov, que le cae mil sets mejor, tampoco.
La semifinal, partido en la cumbre. Cinco horas en la pista dura de Melbourne para obtener un victoria épica: 3-2. Una prueba de resistencia, de confianza, de fe, de potencia, de intercambio de golpes, de concentración y de retorno al mundo feliz después de tantas calamidades. Si Raymond Chandler hubiese conocido a Rafa, habría encontrado otro significado para «El sueño eterno», que es lo que Nadal encarna, un hito en las antípodas de Trump. En ese caso, Philip Marlowe resucitaría para montar una agencia de detectives con Juan Torca, el héroe de Leandro Pérez; Howard Hawks revisaría el proyecto, Humphrey Bogart aprendería a jugar al tenis y Lauren Bacall dejaría de ser una mujer fatal para interpretar a Xisca.
Rafa es el símbolo del deportista ejemplar e infinito, con más vidas que un gato. Ave Fénix del siglo XXI que resurge imponente después de pasar un par de años en el infierno. Con Federer va a volver a disputar uno de los partidos más importantes de su vida, la final de la resurrección. Si vence Nadal, estará a sólo dos «Grandes» de los 17 del suizo. Él puede.
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