Política

Agustín de Grado

En cueros

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La libertad sindical es un derecho fundamental protegido en nuestra Constitución. Pero durante 35 años, la pasividad de unos y la complicidad de otros han permitido a los sindicatos arrogarse la representación exclusiva de los trabajadores. Se les abrieron puertas que no les correspondía traspasar, se les cedieron sillas que no debían ocupar. La «paz social» tenía precio. Chantaje se llama. Así es cómo los sindicatos se convirtieron en un poder paralelo que les ha permitido rivalizar en legitimidad democrática con la que otorga el ejercicio del sufragio universal, libre y secreto. Desde una supuesta atalaya moral inmaculada, el beneplácito sindical ha sido el salvoconducto que cualquier ley, iniciativa, reforma o gestión debía lograr para no ser tachada de anti-social y, por tanto, de perjudicial para «los trabajadores», en ese plural totalizador que no admite disidencias. Como si no hubiera trabajadores entre quienes deciden delegar sus intereses en una mayoría democrática que los sindicatos siempre cuestionan si no se somete a sus propósitos. Que por definición son los de los trabajadores, faltaría más, y, sin disimulo, los de la izquierda política. La filantropía del ideal sindical se ha quedado en cueros con un escándalo letal para UGT. Ninguna organización está a salvo de incubar un golfo. Pero aquí estamos ante un modelo de proceder normalizado que termina estafando a los trabajadores a quienes decían representar. Y cuando les han pillado con las manos en la masa, emerge su vulgaridad. Comportándose como aquellos a quienes han zaherido sin piedad desde su fraudulenta posición de honestidad incorruptible y entrega al prójimo: se enteran de todo por la prensa, se aferran al cargo, se les borran los ordenadores... Víctimas de un ataque a la libertad sindical, dicen.