Ángela Vallvey

En serio

La Razón
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Quizás porque los españoles estamos convencidos de nuestra tremenda importancia, el candidato bisoño en política parece dispuesto a creerse a pie juntillas la encuesta que le declara ganador de los comicios. Y el perdedor de cualquier competición laboral, echa la culpa de su fracaso a las malas artes de aquel que le ha levantado el puesto, pero nunca a su propia incompetencia. Es muy raro que un país que repudia socialmente la ambición esté abarrotado de gente tan extremadamente afanosa y anhelante de escalar posiciones sociales, políticas y económicas (las meramente intelectuales, atraen mucho menos). Resulta curioso que se desprecie de forma tan intensa y brusca el mero concepto de «ambición», pero se cultive con afán tan desmesurado –en la sombra, de forma íntima y secreta– la trepada social inmisericorde, usando el piolet real o metafórico sobre las costillas de los oponentes con tal de seguir subiendo, ascendiendo a las alturas, donde el ambicioso que reniega de la ambición, aunque sufra la enfermedad de la ambición desmedida, cree que tiene derecho a establecerse. A veces, como decía aquel, los puestos más encumbrados son como las cimas de los peñascos: sólo pueden llegar a ellos las águilas o los reptiles. Es el caso del Conde Duque de Olivares quien, mientras Felipe III agonizaba, se relamía pensando en el botín (llamado España) que se presentaba al alcance de su mano; se cuenta que le confesó al duque de Uceda: «A esta hora, todo es mío...». Si socialmente pocos reconocen su ambición, políticamente no la muestra nadie. La ambición se esconde como una tara, como una úlcera purulenta, pese a ser el motor de numerosas carreras. La ambición sana, estimulante y legítima puede, y debe, ser buena y eficaz. En cambio, la ambición cobarde es propia de almas pequeñas, más bien menesterosas. Decía Mariano (José de Larra) que en España nos tomamos demasiado en serio a nosotros mismos, que al final «el artesano ha de parecer artista, el artista empleado, el empleado título, el título grande de España y el grande príncipe». O sea, que todos sentimos que estamos, al menos, un escaño por debajo de donde nos correspondería. Como diría La Rochefoucauld, es más fácil parecer digno de los empleos que no se tienen que de aquellos que se ocupan, y este es un país donde a los mendigos que rebuscan en las basuras del supermercado se les da, como mínimo, el título de manipuladores de alimentos.