José Jiménez Lozano

Encantadoras necedades

La Razón
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Ciertamente que existía y no escasamente lo que llamamos basura en los espectáculos públicos de los tiempos pasados, aunque desde luego no se transportaba a las casas con tanta facilidad como hoy, sino que había que ir a buscarla, y a sus horas fijadas, y de esto se ocupaban las ordenanzas municipales correspondientes. Pero no quería referirme a un tal asunto, sino a los espectáculos públicos que, sin ser basura en absoluto, son de una notable estupidez, y parece que siempre cuentan con un auditorio complacido y hasta ya convencido y converso.

Se dice que los americanos, cuando se plantea el hecho de que una mercancía totalmente deleznable tiene un gran éxito, primero se sorprenden, pero luego, en vez de andar con excesivos análisis de mercado, concluyen: «En cualquier caso, nunca hay que menospreciar la estupidez del cliente». Porque se supone, ciertamente, que cada uno de nosotros somos un ciudadano y, por lo tanto alguien muy ilustrado, moderno, maduro, responsable, crítico, e informado, y todo lo demás. Pero dotado también de unas admirables tragaderas para cualquier cosa que sea una necedad o un desecho mental, siempre que esté agitado por la propaganda y la publicidad, que suavizan o magnifican excelentemente cualquier realidad fabricada que se proponen vendernos para nuestro bien. De manera que no hace tanto tiempo un producto para quitar el polvo, que antes, en tiempos de tinieblas, era un simple trapo, se nos dice que es el hallazgo de largas investigaciones científicas, y esto nos conmueve, y nos halaga, y compramos.

De todas maneras, incluso si de un asunto como éste y parecidos se deduce cierto y desalentado pesimismo acerca de la condición humana, hay que conceder que, en general, la gente, todos nosotros y los que nos han precedido, no estamos hechos de muy mala pasta, sino que estamos dotados de una especie de optimismo y comprensión inmensos, especialmente con respecto a la recepción de los asuntos públicos, y nos conformamos con poco. No hay más que ver que, en cualquiera de las emisiones televisivas, la estrella de ellas dice, pongamos por caso, que el Estado debe hacer esto o lo otro o ponerle remedio, y desata atronadores aplausos; aunque también es aplaudido luego si dice lo contrario. No faltaba más. Si la política se hace en la calle o como espectáculo, los charlatanes y trileros llevan las de ganar. Los escuchantes se quedan como estaban, pero han pasado el rato, y es de lo que se trata, como en cualquier espectáculo.

Y de eso se trató siempre, como iba diciendo. Cuando comprobamos ahora las cosas que divirtieron a nuestros tatarabuelos, por ejemplo, nos quedamos un tanto perplejos. El señor Castelar en las Cortes hablaba hasta del Dios del Sinaí, pero esto fue una vez y se estuvo hablando de ello cincuenta años. De ordinario se iba al teatro a ver una obra digestiva, y siempre son recordables las obviedades del señor Bretón de los Herreros, donde oían cosas como éstas. Decía allí un don Hipólito:

Sentémonos, don Joaquín,

junto a esa fuente serena,

que la tarde está muy buena,

y es hermoso mi jardín.

Y respondía don Joaquín:

Pero, señor don Hipólito

las señoras ¿que dirán?

Y don Hipólito contestaba:

¡No hay ahí cuidado!

Ellas vendrán.

¡Qué maravillas! Pero nuestros abuelos las aplaudían y hasta se las aprendían para ironizar luego, con ellas, en la conversación. Y a diario estamos nosotros expuestos a obviedades muy parecidas a las del señor Bretón, y en promesas tan serias como las del refrán casi surrealista que decía que «si mi abuela tuviera ruedas, sería carreta», aunque en la jerga política arrastre adhesiones; pero ya no las repetimos para ironizar, especialmente si tales obviedades y necedades están de moda, que es lo que ahora se llama lo «políticamente correcto».

Así que resulta muy melancólico reconocer que hasta el prosaísmo más pedestre nos fascina. Y no nos divierte, nos fascina o encoge el corazón con sus pinturas de Jauja o con sus trenos y desolaciones.