Joaquín Marco
Enfermedades planetarias
Esta primavera llega calurosa y feliz para cuantos pretendían tomar el sol en las playas o en la montaña. Parece ser que el crecimiento turístico va a ser importante o eso dicen las previsiones. Han coincidido las tradicionales fiestas religiosas de nuestra Semana Santa con un tiempo primaveral. En estos días, con seguridad, habremos abusado del automóvil o del avión, elementos contaminantes que, junto a la creación de energía, afectan al cambio climático. Hace ya algunos años que se nos viene advirtiendo del deterioro del planeta sin que por el momento –y aún menos en periodo de crisis– se haya tomado demasiado en serio. Los científicos reunidos por la ONU bajo el nombre de «Grupo Intergubernamental sobre cambio Climático» (IPPC, siglas en inglés) han advertido seriamente de que de no tomar medidas, la situación preocupante de hoy podría convertirse en dramática para el conjunto del planeta. De seguir por este camino las altas emisiones pronostican entre el 2081 y el 2100 un escenario de alto riesgo. El impacto mayor sería fruto de las fuentes de energía que lanzan a la atmósfera altas dosis contaminantes de gases invernadero. Hoy se están localizando en los polos con un deshielo anormal y peligroso. Pero se habla ya de que en un futuro muy próximo las estaciones climáticas van a cambiar. Desaparecerá la primavera y pasaremos a unos tórridos veranos que conducirán a la desertización de amplias zonas del planeta y que afectará, sin duda, a los países más pobres y con menores recursos. La disminución de la cantidad de agua potable –ya escasa– puede producir conflictos entre países. El incremento de la temperatura se ha dejado ya sentir en algunas zonas con episodios como las olas de calor que producen el aumento de ciertas enfermedades, aunque todavía carecemos de datos fiables al respecto.
La transformación que se opera ya en el clima permite advertir algunas alteraciones en los ámbitos agrícolas. Las proyecciones de los técnicos suponen que hacia mitad de siglo las cosechas de trigo, arroz y maíz habrán disminuido un 25% en relación con las de finales del siglo anterior. Cada dos grados que aumenta la temperatura se calcula que las pérdidas mundiales en la economía podrían rondar entre un 0,2% y un 2% de los ingresos. La disminución del volumen de los glaciares se conjuga con la desaparición de las nieves en las montañas, en alguna de las cuales eran perpetuas. Es por ello que se incrementan las avenidas de aguas, al tiempo que parte de las tierras frías del norte de Europa, de Asia Central o de Rusia se calientan. Los científicos sugieren que de no cambiar pronto nuestro sistema de vida consumista el planeta acabará con la actual riqueza de especies agrícolas y hasta animales. Algunas terrícolas y marinas pueden desaparecer si no logran emigrar a tiempo a zonas donde puedan aclimatarse. El calentamiento glaciar puede hacer subir el nivel del mar y ello provocaría una serie de catástrofes en las zonas costeras: erosiones, inundaciones o hundimientos del terreno. Las poblaciones situadas sobre los lindes marinos se resentirían por ello. Nuestro sistema de vida se vería ampliamente afectado. Y los países menos desarrollados lo sentirían en mayor medida. En Europa se ha notado ya un adelantamiento de la primavera con la aparición de frutos y hojas que antes llegaban más tardíamente. En Asia y Oceanía desaparecen progresivamente los arrecifes coralinos y en Alaska o Canadá se incrementa la erosión costera. Todo ello se advierte ya en nuestro presente mientras somos advertidos continuamente. Algo puede hacerse a nivel personal para evitar males mayores, que se entienden ya como inevitables, ya que pasamos todas las responsabilidades a los gobiernos de turno. España fue en un pasado reciente líder en energías limpias: la solar, la eólica, la hidráulica. Pero la explotación de otras como la petrolífera o la del gas resultan más rentables. No cabe duda de que el movimiento ecologista lleva como lema principal la lucha contra el cambio climático. Pero ello no le supone conformar un sistema político que pueda competir con las grandes formaciones, aunque éstas acaben tiñéndose con algunos de sus programas.
Jonh Kerry, secretario de Estado de los EE.UU., declaraba recientemente que «hay quien dice que no podemos permitirnos el lujo de actuar. Pero los costes de la inacción sí serán verdaderamente catastróficos. Los impactos del calentamiento serán severos, penetrantes e irreversibles». Hay, pues, conciencia del problema. Pero ¿quién está dispuesto a modificar su sistema de vida en el primer mundo o en los países en desarrollo?¿Qué ocurre en la capitales polucionadas de China o en el mismo París y hasta en Madrid o Barcelona? Una capa como de falsa niebla puede observarse en ciertos días del año sobre las grandes capitales. Hasta que no se llegue a sustituir los automóviles de hoy por otros que funcionen con electricidad pasarán muchos años. Las compañías petrolíferas saben que sus recursos son limitados y que cada vez es más difícil encontrar yacimientos en los que la extracción del producto resulte rentable. Las catástrofes naturales están anunciadas. Todo consiste, pues, en tomar conciencia de que la permanencia del ser humano y de tantas especies en el planeta está ligada a nuestra voluntad de supervivencia. No hay país que pueda salvarse solo, ni siquiera un continente que pretenda despreciar un peligro que sobrevuela sobre todos. La enfermedad de la Tierra hace pensar en la vulnerabilidad del hombre, incapaz de sortear peligros que no le son ajenos. La visión catastrofista de la Comisión está tamizada por soluciones a determinados problemas. Otra cosa será que los grandes productores de efectos contaminantes se den por aludidos y se atrevan a tomar medidas que sabemos impopulares. Esta proyección catastrofista, aunque tamizada, debería hacer reflexionar a los organismos internacionales y tomarse más en serio las propuestas de los técnicos. En algunos casos ya superamos los límites.
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