Nazismo

Equidistancia y Treblinka

La Razón
La RazónLa Razón

La equidistancia. Su escorzo moral. Sirve para condenar el racismo y a sus detractores. Disfruten del momento: Trump, machirulo en jefe, va y destaca como príncipe de los equidistantes. Ese condenar la violencia, venga de donde venga, que expectoraban los partidarios de negociar con asesinos y otros benevolentes antropólogos del terrorismo. Hablan de unos y otros cuando los unos aplauden a Hermman Göring, Joseph Goebbels, Heinrich Himler y Rudolf Hess. A Adolf Hitler. Herederos, y por tanto cómplices, de Treblinka y su millón de asesinatos y su falsa estación de tren para engañar a los prisioneros, ignorantes de que minutos después de abandonar los vagones serían desnudados, gaseados con monóxido de carbono e incinerados. O los nenes que añoran la América previa a Lincoln. Iguales en putrefacción. Aquellos dulces días, oh, ah, cuando el perfume de las gardenias y el olor a carne humana quemada mezclaban sus esencias en el romántico atardecer sureño. Cientos, posiblemente miles de afroamericanos, muchos menores de edad, fueron linchados por sus vecinos. Apedreados, azotados, desembrados, ahorcados y quemados. Cómo sería el asunto, su popularidad, que el servicio nacional de Correos prohibió el uso de postales ilustradas con fotografías de los crímenes. De la gangrena y sus repercusiones habla un detalle que no pasará desapercibido al amante de la música: apenas si existen blues que mencionen los linchamientos. Sí, claro, está «Strange fruit», la escalofriante canción de Billie Holiday. Pero fue escrita por Abel Meeropol, un intelectual, comunista y judío, del Bronx, y encima es de 1939, cuando el fenómeno ya declinaba (aunque sobrevivió hasta bien entrados los años sesenta). Si a principios de siglo Billie llega a cantar, en algún tugurio de Indiana, que «De los árboles del sur cuelga una fruta extraña./ Sangre en las hojas, y sangre en la raíces/ cuerpos negros meciéndose en la brisa sureña...», posiblemente no lo habría contado. De vuelta a Trump quizá la mejor respuesta a su enésimo rebuzno sea la de Heiko Maas, ministro de Justicia en el gobierno de Angela Merkel, que considera insoportable la disculpa de la violencia racista y antisemita. Al bravo presidente, claro está, le importan una higa las palabras del germano. Qué sabrá él de hablar sin pelos en la lengua e incluso de sustituirla por una daga empapada en ácido. Pistolero sin brida, caballo loco y hambriento. Tampoco considera relevante el comunicado de los Bush, patanes al servicio del sistema, que han condenado lo sucedido. O los sucesivos aguijonazos del republicano que le ha dedicado el senador republicano Marco Rubio, reconocido experto en Trump y sus coces. Al final, con su asombrosa capacidad para ensuciarlo todo, no hay forma de debatir respecto a la idoneidad o estupidez de retirar las estatuas dedicadas a los generales confederados. No hay discusión posible cuando a la vista de las esvásticas, lejos de murmurar Auschwitz-Birkenau con la mandíbula tensa, vas y sueltas que «había gente muy buena en los dos lados». Ah pero, ¿existe la posibilidad de situarse en un lado que no sea el que abjura del nazismo? Ver para creer, tratándose del presidente de EE UU.