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Equidistante te quiero
Ah, el síndrome Albert Boadella. Trata de describirlo Juan Soto Ivars en un artículo para «El Confidencial». En realidad aboceta la equidistancia y al equidistante con encomiable precisión. Cuidado con el síndrome Boadella, implora a su amiga Isabel Coixet. Avísame si notas que he dejado de contemporizar. Para el columnista, Boadella sufrió tal grado de persecución que acabó por sumarse a un hipotético radicalismo de signo contrario. El mítico españolismo. Leviatán recalcitrante y franquista del que tanto y tan bien han escrito prodigios como el inefable dúo Anderson (Jon Lee & Pamela) o ese entrañable viejecito xenófobo que hace años insistía en entrevistarse así mismo mediante un inglés ininteligible y delante de algunos de los más reputados científicos del mundo. Qué decir del dulce contemporizar. Excepto, claro, que significa acomodarse al gusto o dictamen ajeno por algún respeto o fin particular. O sea, que antes que hacer enemigos el Zelig profesional elige la tercera vía. Incluso cuando está claro que o te pones radical con los golpistas o tratas de comprenderlos, los atusas, auscultas sus humores y haces de la política un entretenidísimo pasatiempo que admite todo, y lo primero la creencia de que los hechos son opinables (que venga Arendt y lo lea). Pero claro, al intransigente con los partidarios de saltarse la ley le esperan numerosos sinsabores. Acusaciones de traidor, botifler y fascista. Por el contrario al dialogante, al tibio, al amigo de los niños, la paz y las ballenas le está reservado un glorioso carisma de hombre razonable. Sale a cuenta tender puentes entre el verdugo y la víctima. En especial al verdugo. Lo que sea antes que denunciar que tenemos a una parte de la ciudadanía bajo un hechizo imantado con sangre. Nacionalista, claro, y por tanto enemiga de los ideales ilustrados y la Libertad, Igualdad y Fraternidad revolucionarias. Excepto en España, donde por esas perversiones de la historia goza de gran consideración la bazofia identitaria. Y así, Albert Boadella, escritor prodigioso, encarcelado por el franquismo, látigo de corruptos, amenazado por el radicalismo religioso, amaneció reaccionario cuando denunciaba los anacronismos nacionalistas y su retablo de privilegios. No digamos ya Fernando Savater y Jon Juaristi, poco condescendientes con quienes pretendían empoderar al pueblo vasco mediante la ingesta de plomo por la nuca. Lo amable consiste en prometer indultos, repeinar niños, jabonar a los insurgentes en sus tractores y, al fin, acoger sin reproches a los tribalistas partidarios de invocar los apellidos o la lengua como expendedores de pasaportes. A ver si al final, de tan elegantes que somos, nos va a parecer de poco fuste el problema de la igualdad y, obsesionados por el encomiable propósito de rebajar la crispación y hacer amigos, situamos en el mismo plano a los independentistas y a tíos como Albert Boadella y Fernando Savater. No, lo siento, no existe el síndrome Boadella. Tampoco se le espera. El talento a raudales, la integridad blindada, la decencia insobornable, el bendito antidogmatismo y el coraje frente a los enemigos de la libertad ni están en venta ni se contagian.
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