Reformas estructurales
Error tras error hasta acertar
El Fondo Monetario Internacional (FMI) no suele acertar en sus pronósticos de crecimiento salvo cuando ya tiene el elefante delante de sus narices. Por ejemplo, el organismo que hoy preside Christine Lagarde estimó en 2010 que la economía mundial crecería casi un 5% en 2016; un año después, rebajó su predicción hasta el 4,75%; un año más tarde, volvió a revisarlo hasta el 4,5%; en el siguiendo ejercicio lo disminuyó hasta el 4%; doce meses más tarde lo recortó hasta el 3,75%; y finalmente terminó siendo del 3,2%. En otras palabras, año tras año el fondo fue revisando su pronóstico y ni siquiera así acertó.
El caso de España no es una excepción: en 2015, el Fondo estimaba que nuestro país crecería un 2,1% en 2017; en 2016, aumentó esa cifra hasta el 2,6%; y ahora, ya transcurrido prácticamente todo 2017 y con las estadísticas de Contabilidad Nacional a punto de salir del horno, eleva nuevamente el porcentaje hasta el 3,1%. Los errores son tan clamorosos que cualquier acierto debe ser atribuido a la pura aleatoriedad.
Pero, siendo así, ¿por qué seguimos prestando atención alguna a los augurios del FMI? En primer lugar, porque sus vaticinios a punto de concluir el año sí merecen mayor credibilidad, aunque sólo sea porque está levantando acta sobre lo que ya ha sucedido: no escruta el futuro, sino que revisa el pasado reciente. Por consiguiente, que nos diga ahora que este año creceremos un 3,1% tiene mucho más valor que cuando hace doce meses predijo que íbamos a crecer un 2,6% y, por supuesto, mucho más que cuando hace ahora dos años apenas adelantó un crecimiento del 2,1%.
En segundo lugar porque, por desgracia, las primeras referencias sobre la situación macroeconómica de un país que reciben muchos inversores internacionales son las cifras del FMI: y, en consecuencia, sí tiene cierta relevancia que en tales foros globales se hable bien de nosotros y de nuestro futuro más inmediato. Y tercero, porque, también por desgracia, los países que integramos el FMI tenemos que seguir reverenciándolo ante nuestras opiniones públicas para justificar las cuantiosas aportaciones que efectúan a sus cuentas nuestros gobiernos: denunciar que el emperador está desnudo y que sus pronósticos a largo plazo no poseen mayor tino –acaso menos– que el de cualquier otra casa de análisis privada podrían llevarnos a cuestionar, por ejemplo, nuestra onerosa permanencia en semejante club. De ahí que, por mera inercia oficialista, sigamos otorgándole al Fondo una credibilidad que, atendiendo a su histórico de errores, sin duda no merece.
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