Historia

Historia

Escenario para la libertad

Escenario para la libertad
Escenario para la libertadlarazon

En lengua española –lejos de mi llamarla castellana– una sola palabra sirve para designar dos conceptos que los alemanes presentan con denominaciones diferentes: el suceder en el tiempo (Historie) y el conocimiento que se adquiere de ese mismo suceder (Geschichte). Fue la tradición judía, y en especial desde Amos de Tekoa que vivió en el siglo VIII antes de nuestra Era, la que trató de enseñar que los sucesos responden a un plan de Dios sobre la Naturaleza de modo que incluso la caída de los grandes Imperios responde a ese designio de la Providencia. Roma habría sido una maduración imprescindible para que el cristianismo fructificara en sus raíces. En cambio los maestros del helenismo presentaron el suceder como sujeto a las leyes de la Naturaleza. Por eso inevitablemente las sociedades crecen, maduran, decaen y se extinguen como sucede con todos los seres vivos. De ahí sacó Polibio su tesis acerca de la sucesión de los regímenes, personalismo, aristocracia, oligarquía, democracia y, al final oclocracia, dominio de los peores. Lo que Ortega llamaría también con pesimismo rebelión de las masas. Desde que Hobbes, el autor del Leviathan expusiera en la segunda mitad del siglo XVII su idea acerca de que la religión –apoyada en esos principios de existencia de una Causa universal, la existencia más allá de la muerte y el orden moral– es un producto natural de la mente humana, lo que hace que todas las religiones, al menos las monoteístas, deban considerarse como parcialmente verdaderas, los historiadores hemos tomado, de la primera, la noción de que existe un suceder único que marca las vías del crecimiento y de la segunda ese declive inevitable que nos muestra como todos los Imperios decaen y todas las ideologías llegan a su ocaso. Voltaire recurrió a otra expresión, Filosofía de la Historia que permitía superar el simple recuerdo o memoria de los acontecimientos por una conciencia. Y aquí nos encontramos ante el gran problema de nuestro tiempo: «memoria», es decir juicio en favor y contra, o «conciencia» conocimiento que permite utilizar aciertos y errores para conseguir ese crecimiento de la persona que es el progreso. Porque ya nadie comparte la idea de Condorcet de que vamos a ser más sabios, con ello más ricos y en consecuencia más felices.

Y aquí entra la gran dimensión de la libertad. Debemos poner muchocuidado en no confundirla con independencia, hacer todo aquelloque no nos está expresamente prohibido. Las enseñanzas del PapaFrancisco, que continua en la línea que ya siguieran sus antecesores, deben ser tenidas muy en cuenta; vienen además de la experiencia americana. La libertad es una dimensión humana que torna además a las personas y a las sociedades responsables de los errores que cometen. Ya san Agustín, que procedía del más radical helenismo, al convertirse e intentar la síntesis de la herencia judía, hizo dos observaciones que incluso para los que se sitúan lejos de la fe, resultan imprescindibles. El tiempo es una criatura y ha comenzado a existir con el origen mismo del Universo, y el ser humano, que lleva en si la imagen y semejanza de Dios, está dotado de libre albedrio y de capacidad racional para el conocimiento que no se limita como reclaman los materialismos, a la observación y experimentación sino que va mucho más lejos en la especulación que permite descubrir las ideas y los derechos naturales a que debe acomodar su conducta. Hoy estamos cometiendo errores en este sentido y no debe extrañarnos que la libertad sea estrangulada por los bienes materiales y especialmente por el dinero. Aquí está hoy el gran problema, que encierra a los hombres y priva a inmensas mayorías de los medios imprescindibles para su supervivencia. El desempleo en los países desarrollados y el hambre en los menos provistos aparecen como una realidad que no es posible negar. Ningún proceso histórico es inexorable; tras él aparecen siempre minorías que dirigen, orientan y en definitiva imponen. Incluso los partidos políticos, dirigidos por grupos selectos para quienes se ha desenterrado el calificativo de barón, que significa noble, son minoritarios. Por ejemplo se ha hecho público que los afiliados socialistas en nuestro país son 200.000. En un reino de más de cuarenta millones de almas, convengamos en que es cifra escasamente significativa. El futuro tiene que buscarse en otra parte, es decir en el comportamiento ético de los súbditos a los que no debemos llamar simplemente ciudadanos porque son significativos e importantes los moradores de localidades pequeñas.

Los materialismos introdujeron definiciones que han causado daño, y muy profundo, en ese siglo XX que acabamos de abandonar. Para Marx las leyes de la dialéctica, que Hegel pusiera en marcha, podían explicarse únicamente como lucha entre dos clases: los que tienen los medios de producción y los que son tenidos por ellos. Pero así se invertía uno de los valores esenciales de la europeidad dándose al odio (lucha de clases) el protagonismo. Es lo que aun enarbolan algunos políticos del extremo entre nosotros. Pero es indudable que el odio destruye a la naturaleza humana: los gulag y los campos de exterminio están aún visibles en el fondo de la escena. Spengler, que influyó mucho en el giro del socialismo hitleriano pensaba que la sociedad, respondiendo a una étnica, que se corrompe, tiende a la decadencia y a la muerte. Cada ciclo debe durar mil años. Es lo que Hitler repitió tantas veces, Reich del milenio, sin sospechar que le quedaban pocos años antes de que se destruyera a sí mismo.

La libertad es la clave. Pero ahí los historiadores estamos en condiciones de hacer una advertencia seria: consiste en encaminar la voluntad hacia el servicio a los demás, como el progreso es consecuencia del crecimiento. Libertad y deber se encuentran íntimamente unidas. Europa, al construirse, debiera tenerlo muy en cuenta, y los que ahora toman el relevo en sus grandes organismos deben aprender la lección que del silencio de las abstenciones se deriva. Están allí para servir y no para servirse de... Volver al cristianismo como el Concilio Vaticano II propusiera y los cuatro últimos Papa han repetido. Ver en el hombre un prójimo que debe ser amado y no otra cosa.