Cristina López Schlichting

Esgrima de bisturís

Lejos de mí abominar de los bisturís. Tan pronto lo necesite, me voy a hacer inyectar, rellenar y estirar lo que haga falta, sin darle más importancia a un asunto baladí. Al fin y al cabo, el que crea que con eso se garantiza la juventud verdadera, está tronado. Pero cosa tan banal abre fosos entre las personas, más profundos que los que separan a taurinos y antitaurinos o partidarios o no de Zapatero. Los hay a favor de la belleza estirada y los hay que consideran la arruga bella. Los primeros creen en el «antiaging», la moderna ralentización del envejecimiento; los segundos piensan que la juventud está erróneamente hipervalorada y veneran la ancianidad. Aquéllos se espantan de la muerte, estos segundos quieren que llegue el juicio final lo antes posible. Unos aman el mundo; otros abominan de la mundanidad. El colmo es, en un lado, la señora que –de tan operada– parece uno de los muñecos de Mari Carmen; en el otro, el tipo obeso, que apenas se lava porque considera que la higiene envilece. Tengo sendos amigos en cada uno de los extremos y me encanta sentarlos juntos a la mesa. La muñeca apenas prueba dos hojas de lechuga, el ogro trasiega el cocido que da gusto. Ella le dice que morirá de infarto si no se modera. Él replica que la muerte es una liberación del alma. La chica explica que morir, cuanto más tarde, mejor. El hombre vocifera que lleva esperando la parusía demasiado tiempo y que ya no aguanta este mundo abyecto. Mi amiga dice entonces que, hasta el final de los tiempos, mejor llegar en forma y disfrutando de salud. Mi amigo replica que el sufrimiento es un crisol de purificación y virtud. Suelo dejarles gritando y me marcho a dormir la siesta. La verdad, si existe, estará en algún punto entre ambos.