José Jiménez Lozano

España sin pulso

España sin pulso
España sin pulsolarazon

Este asunto de los diagnósticos históricos y culturales es y debe ser muy relativo y provisional, porque ésta es su propia naturaleza, resultan simplemente como pequeñas ayudas para entender algo o entendernos. Y así, en este momento, diré por mi parte y con toda la relatividad que sea posible, que no me parece que sea tan rara ni que haya sido tan imprevisible esta situación española de ahora mismo, que recuerda el famoso diagnóstico de Silvela en también una depresiva hora española: «España sin pulso»; como depresiva y sin pulso pareció ser la España la llamada «generación del 98» literaria o no: esto es, la situación de una España políticamente agotada, llena de problemas sociales, y con una herencia histórica no fácil de echarse de encima. Y, sin embargo, ya son aguas apagadas.

Lo que diría es que la situación española era perfectamente previsible sin muchas dotes proféticas. Por un lado, ha estado la determinación de aborrecer la historia y hasta el nombre de España mismo, y toda una sistemática obra de demolición de todo eso y una especie de quema del muñeco que representaba al invierno de las tinieblas del pasado, tras arrastrarlo por doquier. No se decía «España», se decía «el Estado» o «el país», y la lengua misma resultaba algo vergonzante, y comenzó a utilizarse una jerga impostada, no significativa y sólo instrumental y servil con los diversos poderes: la «lengua de madera» que dicen los franceses, y el lenguaje políticamente correcto, que, según decía Tucidides, en relación con la incursión de los griegos en la isla de Corcira, se habla para encubrir mentira o crimen.

Se liquidaba la historia de la reconquista, y se vituperaba la unificación de las Españas, y sin ningún jacobinismo centralista por cierto. Pero nada de esto debía nombrarse. Todo era nuevo, estábamos en pleno adamismo, se estaba inventando el mundo.

La política fue presentada según otra de las supersticiones del tiempo –inventadas al efecto naturalmente– bajo los colores más idílicos, y sentimentales e incluso redentores, así que resultó decepcionante y hasta odiosa, en cuanto se han pregonado unos muy vistosos y muy numerosos casos de corrupción, cómo si nunca se hubieran visto en el mundo.

En el reciente pasado, todo había sido como si hubieran llegado los Reyes Magos Democráticos y con ellos un dinero inagotable, de manera que lo gastamos como las gentes irresponsables que son muy agraciados por la lotería y, al cabo de poco tiempo, han perdido hasta la camisa. Y, entonces, se comienza a hablar de «regeneración», como en tiempos de Costa, cuando éste proponía «Escuela y Despensa». Sólo que nosotros ya tenemos la alta cocina moderna y la ESO, como grandes esperanzas de plenitudes de futuro.

Pero, si las cosas han sido así, no puede extrañar que hayan producido la situación en que estamos, porque también hemos tirado por la ventana los valores de nuestra misma vieja civilización, y luego, digamos que lo que nos ha ocurrido ha sido exactamente lo que a los rusos cuando se enteraron de que eran de cartón las aldeas de Potemkín. Sólo que en Occidente llamábamos a éstas casitas modernidad y post-modernidad, como dice la señora Natalia Pikouch.

Hay una muy amplia florescencia de ignorancia y de banalidad, y no es posible otro discurso porque la verdad no existe, todo es opinión, nada es nada sino lo que decidimos que sea. El derecho funciona de la manera alternativa que se considere conveniente, y esta semi-democracia nuestra, en la que no hay siquiera división de poderes, precisa con urgencia ser convertida en una democracia por entero, mediante algo tan sencillo como sujetar a Derecho al Estado, y en consecuencia a toda otra persona e institución. Lo que quiere decir control y realización de las responsabilidades penales y civiles correspondientes. No se necesitan más ilusiones colectivas. Ni mas atenciones –y éstas al instante y el tiempo necesario– que al sufrimiento de las gentes, a menos que, desprendidos del sentido de la justicia y de la misericordia, nos hayamos vuelto especialmente bárbaros.