Ángela Vallvey

Espera

La Razón
La RazónLa Razón

Suele ser un hecho aceptado por los psicólogos que lo que la gente piensa y lo que luego dice o hace no tiene por qué coincidir en absoluto. Es más: muchas veces decimos y hacemos justo lo contrario de lo que en realidad pensamos. ¿Se trata de un comportamiento lógico, o irracional? ¿O es que lo paradójico es más natural de lo que pensábamos...? En los últimos tiempos, en Europa y en concreto en España, la vida pública está marcada por el irracionalismo. Pero tampoco se le puede pedir a la masa contribuyente, que vota, un comportamiento ecuánime y coherente cuando la política padece una perenne exaltación de la irracionalidad. Instinto, tradición y sentimientos –no siempre nobles– nos gobiernan ahora con mano temblorosa. Pero la cara de lo irracional no tiene rasgos bien definidos, sino borrosos, de modo que nos vemos inmersos en una constante contradicción que, lejos de aclarar el panorama público, lo complica. La voluntad de poder se ha vuelto estrafalaria y está produciendo hipótesis que van de lo inverosímil a lo inconcebible, con parada y fonda en lo inadmisible. Todo se ha paralizado porque no hay precedentes de situaciones parecidas. Esto no estaba previsto. Esperanzas y miedo compiten ferozmente. Los humanos, tomados de uno en uno, actuamos a menudo siguiendo los dictados del exceso, el encantamiento de lo imaginario, el arrebato de nuestros sentidos, la angustia ante una realidad que no logramos discernir ni comprender, el embobamiento o la mera, sencilla, estupidez consuetudinaria. Y en masa, por ejemplo cuando votamos, ni siquiera elegimos siempre lo que más nos conviene como individuos. Bien porque no logramos distinguir qué es lo que más nos interesa, o porque abrigamos un impulso nihilista, o votamos con el estómago más que con la cabeza. No sabemos si por fortuna o desgracia, el ser humano no es del todo racional. El mundo ha atravesado etapas en las cuales le entregó pomposamente a «la razón» las bridas del destino de la especie. Parecía que el devenir del mundo obedecía a un plan razonado, como si todo lo real fuese racional sólo porque lo había dicho Hegel. Los filósofos no tardaron en darse cuenta de que tanta lógica y aparente sensatez eran un espejismo. Con el Romanticismo, el irracionalismo se instaló como inquilino más o menos estable de la historia. Hasta hoy, cuando vemos que el sentimiento gobierna más que nunca donde «la razón no entiende», que diría Pascal.