José María Marco
Estabilidad, prosperidad, libertad
En la Europa del siglo XXI existen once monarquías. Entre ellas están el Reino de Suecia, el de Dinamarca y el de Noruega. Además, tienen un Estado monárquico Bélgica, Holanda, Reino Unido y España, junto con Luxemburgo y Liechtenstein. Hace cien años, en Europa sólo Francia y Suiza –además de San Marino– eran repúblicas. Esto parece hablar a favor de la república, más exitosa y en la onda que la monarquía.
En realidad, habla mejor de la monarquía. De los países que han sabido preservar la monarquía, sólo España sufrió en el siglo pasado los trastornos terribles que trajo la gigantesca crisis de entre 1900 y 1945. Hubo cambios, pero los países que conservaron la forma monárquica la atravesaron con un coste infinitamente menor que los demás. No hubo rupturas, ni totalitarismos, ni dictaduras. No hubo matanzas masivas, guerras civiles, represión, destrucción de patrimonio ni exilio. Hubo continuidad: continuidad en la preservación de la estabilidad, la tolerancia y el respeto a la libertad.
Es lo primero que se debe recordar cuando se habla de las monarquías nórdicas, las de Suecia, Noruega y Dinamarca. Ninguno de estos países es un paraíso. La vida allí ha sido áspera, sacrificada. No ha dejado de serlo. Ha requerido que la gente sea consciente, desde muy temprano, de lo que cuesta todo, hasta aquello que en zonas más amables damos por garantizado, estúpidamente por cierto. Mucha gente se fue de esos países buscando horizontes más acogedores, más templados, con más oportunidades. Ahora bien, a pesar de la dureza de la vida, esos mismos países han conseguido crear sociedades que están entre las más ricas y las más tolerantes del mundo. Una de las claves es la monarquía.
Las monarquías en esas latitudes se cuentan también entre las más antiguas del mundo. Tienen más de mil años. Sobrevivieron a todo: a los impulsos de una población medio salvaje, al clima, a la competencia y a las embestidas de los vecinos del sur –la liga hanseática, los alemanes– y del este, en particular los rusos. La unión bajo la monarquía los convirtió, en particular a los suecos y a los daneses, en actores relevantes, incluso estratégicos, en los enfrentamientos políticos y bélicos europeos. Demasiado débiles para aguantar la presión, como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial con Noruega y con Dinamarca, supieron sin embargo mantener viva la defensa de sus tradiciones y de los derechos humanos. Los daneses no entregaron a los judíos a los nazis y el rey Cristián X, que había asistido a la celebración del centenario de la sinagoga de Copenhague en plena ola de antisemitismo, se siguió paseando por su ciudad ocupada, solo, como un desafío a los ocupantes. La neutralidad sueca, por su parte, siempre estuvo volcada en la defensa de las democracias liberales frente al totalitarismo soviético.
A lo largo del siglo XIX, las tres monarquías supieron comprender las consecuencias de la revolución liberal. Ya no iban a tener el monopolio del poder político. Así se perpetuó el sentimiento monárquico. Cuando los noruegos se separaron de Suecia, en 1905, respaldaron mediante un referéndum la continuidad de la monarquía. La Constitución noruega de 1814 sigue vigente hoy en día: es la segunda más antigua del mundo, después de la norteamericana. Esto no es una simple opción política. Se trata de países orgullosos de sus tradiciones y de su identidad, pero que no necesitan las exaltaciones nacionalistas. Tienen confianza en sí mismos. No hay mejor seguro contra la histeria nacionalista que la demostración viva de continuidad que es la monarquía. También les ha evitado la confrontación bélica con los demás. Las monarquías nacionales nórdicas saben que necesitan a los demás y evitan el aislamiento, el provincianismo de los grupos dedicados a cultivar la diferencia mínima.
El gran reto llegó con la democratización de los regímenes liberales. Las monarquías se supieron adaptar. La democracia, desde entonces, ha consolidado formas sociales avanzadas. Los partidos socialdemócratas, que han gobernado mucho tiempo, lo han sido de verdad: aceptaron la monarquía y dejaron de distinguir entre sus legítimas aspiraciones políticas y la necesaria preservación del sistema. Las formas varían un poco: en Suecia el papel del monarca es casi puramente simbólico, mientras que en Dinamarca tiene una función moderadora más parecida a la que tiene en España. Esa función fue particularmente importante en Noruega durante la Segunda Guerra Mundial. La monarquía también va relacionada con la religión, y en Noruega, por ejemplo, la corona sigue siendo la protectora de la Iglesia nacional. En todos estos países, la monarquía sigue encarnando, además de la continuidad y la identidad nacional, la condición misma del diálogo.
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