José Luis Alvite
Estuario con chiquillos
Fue un atardecer, en las postrimerías del verano, regresando a casa en taxi con tía Pepita, después de acompañarla a un parto. Ella ganchillaba ensimismada sus hilos portugueses y yo miraba el paisaje con el aliento estampado en el cristal. A la salida del puente en la desembocadura del Umia, tía Pepita detuvo las manecillas de la suave hilatura: «Arrime el coche a la orilla, Benito, por favor; el niño quiere aplaudirle al paisaje». Y así ocurrió una tarde de verano, en aquel estuario de Mar de Frades al que acudían arremangados los muchachos de los Maristas y se metían enhebrados en la bajamar y enfriaban su piel y sus tentaciones con aquel agua herbácea y anfibia en la que trotaba la espuma como una yeguada de escrotos, robalizas y oblea, muy cerca de la playa O Borrón, adonde acudían mis vecinitas de la calle Infantas para ver pasar a lo lejos, como siglas de luz sobre el agua, la silueta del apuesto Albino deslizándose impulsado por el suave molinillo de las lentas brazadas con las que teñía de rosa el agua y grapaba el mar. Fue un instante breve y sacramental, un párrafo de gaviotas en vilo sobre el agua y un extenuado jadeo de los marineros bogando en gris a contraluz, como pestañas a las que fuese a vencer el sueño abatidas en los bancales de una trainera de rímel. «Siga la marcha, Benito, por favor». El taxi se ceñía a la carretera y en el ganchillo de tía Pepita medraba otra vez la lenta buganvilla de algo fosco que nunca supe muy bien de qué prenda se trataba. Quedaban atrás el estuario del Umia y los muchachos de los Maristas con los pantalones abrazados por el agua a sus piernas, la felicidad difuminada en la marimba de su risa y el sexo lacio como una robaliza empalada en un taco de membrillo. Por alguna razón supuse siempre que Dios era una imitación de todo aquello...
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