Alfonso Ussía
Eugenio Suárez
Fue mi primer anfitrión periodístico en «Sábado Gráfico». Y editó el primero y el tercero de mis libros, «Coplas, Canciones y Sonetos para antes de una Guerra» y «Golfos, Gafes y Gorrones». Periodista total. Un vencido por el amor. Se casó con una mujer que sólo accedió a la boda cuando Eugenio puso a su nombre todos los negocios. Fundó «Sábado Gráfico», «El Caso», «Velocidad», «El Cocodrilo Leopoldo»... Leopoldo era en verdad un cocodrilo que en una urna presidía el salón de reuniones. Terminó cediéndolo al Zoo de Madrid cuando pasó de los dos metros de longitud. Todos los meses llegaban unos operarios cocodrileros que limpiaban la urna. Agarraban al pobre Leopoldo y lo ubicaban en el cuarto de baño del pasillo principal. Visitaba a Eugenio un importante personaje de la transición, y llegó a «Sábado Gráfico» urgido de descargar su vejiga. Entró en el cuarto de baño, y pocos segundos más tarde, corría por el pasillo dando alaridos y con el lapicero asomando por su bragueta abierta con Leopoldo, el cocodrilo, persiguiéndolo. En el despacho de Eugenio, a eso de las siete de la tarde, nos reuníamos José María Stampa, el comandante Pepe Conde –padre del general José Conde de Arjona, actual Jefe de la Brigada Acorazada «Guadarrama» XIII–, Antonio Gala, Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro y demás colaboradores de «Sábado Gráfico». En su secretaría, destacaba un enorme sombrerero de palo en el que colgaban tricornios, mitras obispales, chapiris de la Legión, cascos de bomberos, hongos, y toda suerte de sombreros. Cuando algún pelmazo o un acreedor llegaba sin avisar demandando entrevistarse con Eugenio, Feli, su fiel secretaria, señalaba a los sombreros: –Lo siento, pero don Eugenio no puede recibirlo. Está reunido con unos señores muy importantes–. Y el acreedor salía por patas, a toda pastilla.
Tenía talento para repartir. Y un inconmensurable sentido del humor que se le fue agriando a medida que perdía en los Juzgados lo que tanto esfuerzo le había costado levantar. Cuando fundó «El Cocodrilo Leopoldo», semanario de humor del que fui su primer «Director Irresponsable», contratamos a Chicho Sánchez Ferlosio, que terminaba de volver de su exilio parisino. Chicho, cantautor, hijo de Sánchez Mazas y hermano de Rafael, tenía una obsesión. Que le perseguía la Policía. La redacción de los medios de Eugenio Suárez ocupaba todo el primer piso del número uno de la calle Covarrubias. Eugenio, a quien no lo conocía bien, lo nublaba con facilidad. Una tarde, Chicho entró en su despacho y Eugenio, con gran solemnidad, le anunció: –Chicho, me confirma el ministro Rosón que van a detenerte por tu mal aspecto–. Ante nuestro estupor, Chicho abrió la ventana del despacho, y se tiró a la calle. No se mató, pero no volvimos a verlo.
Me llamó Eugenio. –Antoñito Gala se ha enfadado conmigo y no quiere escribir más en «Sábado Gráfico». Intenta convencerlo, por favor. Es una firma imprescindible–. Hablé con Antonio y conseguí, al menos, que se reunieran. Yo, como embajador, asistí al encuentro. Pero aquel día Eugenio estaba esquinado y le había sentado mal el whisky. Nos sentamos ante su mesa de trabajo. –Antonio, me parece muy mal que nos abandones. Si lo haces, te va a pasar lo mismo que a esa figura de procelana que hay en la estantería, a tus espaldas–. Y saco del cajón un revólver, apuntó entre nuestras cabezas, disparó y la figura de porcelana saltó por los aires en mil pedazos. Antonio le aseguró que seguiría escribiendo. Pero lógicamente, tampoco volvió.
Se llevaba de maravilla con Marichu, su primera mujer. Y su grande y escondida humanidad la dedicaba casi exclusivamente a su hijo Javier, que había nacido descerebrado. Era una masa de carne que sólo sonreía cuando adivinaba entre nubes la figura de su padre. En el decenio de los ochenta, Eugenio Suárez perdió todas sus cabeceras. Para colmo, una administradora ingrata colaboró con eficacia en su ruina. Escribió en «El País» y colaboró en la SER gracias a Jesús Polanco, su poderoso viejo amigo que se comportó como tal. Poco a poco fue desapareciendo hasta que se instaló en su Asturias del alma. El editor valenciano y republicano Vicente Giner le decía «Rinconete». Algo de pícaro tenía, pero fue ante todo, un grandísimo periodista derrotado por un tardía pasión no correspondida. Del viejo y desaparecido «Balmoral» fue una de sus sombras más ingeniosas. Publicó un reportaje crítico con la familia Oriol. Iñigo Oriol, un gran señor, también asiduo a «Balmoral», le preguntó por el motivo de la andanada. «Iñigo, a ver si os enteráis de una vez que no todo es “oriol” lo que reluce».
Murió –me dicen– en lo más cercano que hay de la soledad. Mi deuda con él es impagable. Sobre todo, por haber sido, durante muchos años, el primer receptor de su ingenio. Era un grande.
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