Historia

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Febrero

La Razón
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Ya han vuelto las cigüeñas a los campanarios solitarios. Yo las he visto. No fallan por San Blas. Un signo de interrogación sobre las torres de los pueblos abandonados y un atractivo añadido a las tradiciones rurales que se suceden con el paso de las estaciones allí donde aún hay vida. Ahora que la milenaria cultura rural se acaba entre la indiferencia general, es preciso recoger al menos sus despojos. Febrero, cuando el largo invierno cede y los días alargan, es pródigo en fiestas y prodigios que aún perduran en la vieja Castilla. Arranca el mes con la Candelaria. Es un canto cristiano a la mujer, que se prolonga pocos días después con la fiesta de las Águedas, adelanto del moderno feminismo pagano. Las mujeres casadas mandan, se emancipan por un día y bailan solas en la plaza como peonzas. Imposible no acordarse de aquellos versos memorables del zamorano Claudio Rodríguez, con el que compartí algún vaso de vino: «...Estoy en medio / de la fiesta y ya casi/ cuaja la noche pronta de febrero. / ¡Y aún sin bailar: yo solo! (...) ¡Águedas, aguedicas, / decidles que me dejen...!». Viene después el Jueves Lardero, fecha señalada para los niños de la posguerra, tiempo de miseria en aquella sociedad de subsistencia, tiempo de racionamiento, de los delegados y del pan negro. Las familias en el pueblo cambiaban los jamones por témpanos de tocino: dos kilos de tocino por uno de jamón, ese era el trato. Recuerdo la felicidad que nos proporcionaba la gran merienda de ese día, con chorizo, torreznos y lomo de la olla y, si se terciaba, un «bollo preñao». Era el atracón «a trompatalega» antes del ayuno y abstinencia de la Cuaresma, tiempo en que estaba prohibida la carne desde el Miércoles de Ceniza hasta la Pascua florida, aunque esto se suavizaba con la Bula de la Santa Cruzada. No había entonces carnavales, que los había prohibido Franco. Ni se enamoraba la gente por San Valentín. Ese miércoles los campesinos dejaban la yunta y acudían humildemente a la iglesia donde recibían en fila la ceniza en la cabeza –las enlutadas mujeres, en la frente– mientras el sacerdote les decía a cada uno en latín: «Pulvis es et in pulverem reverteris». O sea, eres polvo y en polvo te convertirás. ¡Como si ellos no lo supieran desde siempre!